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Juan Ramón Rallo

Ni siquiera la ventana rota

¿Cómo convertir a la economía en una ciencia si sus principales representantes salen a la palestra a proclamar disparates como que derrumbar dos rascacielos puede llegar a enriquecer no sólo a la sociedad sino a sus propietarios?

Es bien sabido que Lord Keynes estimaba la construcción de pirámides un mecanismo excelente para la generación de riqueza. La lacra del desempleo concluiría el mismo día en que nuestros políticos fueran lo suficientemente ignorantes como para despreciar las proposiciones fundamentales de la economía clásica y suficientemente déspotas como para colocarse el Nemes de los faraones. En palabras del propio Keynes: "La construcción de pirámides, los terremotos y hasta las guerras pueden servir para aumentar nuestra riqueza, si la formación de nuestros estadistas en los principios de la economía clásica impide que se haga algo mejor".

Trágico que esta simple receta, implementada en España por una banda de napoleoncitos sin formación económica alguna, se haya traducido en las tasas de desempleo más elevadas de Europa. Será que algo falla en el brebaje keynesiano, será que eso de colocar a las masas de parados a producir lo-que-sea a cuenta de las generaciones futuras no nos convierte en personas más ricas, sino en unos zotes que se han endeudado hasta la asfixia para adquirir algo que reputamos completamente inútil.

Y sí, la falla de estas recetas que debieran merecer análoga consideración a la de frotar un billete de lotería en la chepa de un jorobado la conocen o la debieran conocer los economistas desde hace al menos 160 años. Justo la fecha en la que el gran economista francés Frédéric Bastiat publicó su famoso libro Lo que se ve y lo que no se ve donde estaba contenida la todavía más famosa falacia de la ventana rota.

En su ensayo el francés se planteaba si cuando un gamberro destroza la vidriera de una tienda está generando riqueza para la sociedad. Y la conclusión le resultaba evidente a Bastiat: el comerciante que ve destruido su escaparate demandará una vidriera nueva al cristalero con el dinero que pensaba gastarse en encargarle un traje nuevo al sastre. Al final, pues, el saldo para la sociedad de la gamberrada es que hay bienes, como los trajes, que dejan de producirse porque hay que reponer aquellos que, como el cristal, se han destruido.

Así de simple: construir una pirámide para la mayor gloria de Gallardón o Zapatero implica que los ciudadanos no podrán destinar esos recursos a adquirir otros bienes. Si bien vemos la aparente actividad que generan los Planes E, no vemos aquella otra actividad que están destruyendo.

Pero los economistas –por llamarlos de alguna manera– keynesianos parecen estar inmunizados contra la lógica y el sentido común. En su mundo de fantasía, donde sólo es necesario desear que las piedras se conviertan en pan para que opere el milagro, la destrucción de riqueza es sinónimo de... creación de riqueza. ¡El doblepensar al poder! Lean si no al Premio Nobel de Economía Paul Krugman analizando las consecuencias las consecuencias económicas del 11-S apenas tres días después del atentado: "Por horrible que pueda parecer decir esto, el ataque terrorista podría incluso ser beneficioso desde un punto de vista económico (...). De repente hemos pasado a necesitar unos nuevos bloques de oficinas (...). La reconstrucción generará un aumento de la inversión empresarial".

La semana pasada, Will Wilkinson, miembro del Instituto Cato, propuso un reto a los keynesianos: dado que son tan obtusos como para no admitir que desde un punto de vista agregado destrucción de riqueza no equivale a creación de riqueza, ¿serían al menos capaces de admitirlo para casos individuales? Es decir, ¿serían los keynesianos capaces de admitir que si mi casa se incendia, yo me he empobrecido?

Y la respuesta desde el lado keynesiano no se hizo esperar: no, ni siquiera son capaces de admitir eso. En palabras del periodista keynesiano Ryan Avent: "Los desastres suponen una pérdida de riqueza inmediata, pero generan oportunidades para mejorar nuestro crecimiento a largo plazo". A saber: "¿Es que acaso no podemos pensar en un puñado de cosas cuya destrucción por algún funcionario nos haría más felices? ¿Una televisión vieja? ¿Nuestra primera generación de iPods?".

Más allá de que, como sostiene Wilkinson, ese argumento sea tanto como plantearse las bondades de que asesinen a nuestra pareja por si acaso encontráramos una mejor en el futuro o los beneficios de que suframos la amputación de una pierna por si nos viéramos inducidos a cambiar nuestra perspectiva vital volviéndonos más felices, a mí me motiva otra reflexión.

La respuesta de Avent evidencia que la ortodoxia económica actual se encuentra completamente desligada de la realidad y que está dispuesta a retorcer los argumentos tanto como sea necesario para justificar la intervención del Estado en la economía. Ni siquiera los razonamientos más elementales, aquellos que sólo con altas dosis de maldad o de ignorancia pueden negarse, están a salvo de sus disparates. Se preocupan por la formalidad matemática pero se olvidan de las esencias de los problemas. ¿Cómo convertir a la economía en una ciencia si sus principales representantes salen a la palestra a proclamar disparates como que derrumbar dos rascacielos puede llegar a enriquecer no sólo a la sociedad sino a sus propietarios? ¿Cómo pretender que los economistas en general no sean vistos como una calamidad, como una plaga bíblica, si el Estado se sirve de sus disparates para organizar coactivamente las vidas de los ciudadanos? No, esto no es ciencia, es pura propaganda.

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