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Ignacio Moncada

Crónica de un impuesto anunciado

De todo el presupuesto de la Unión, el 10% se reparte entre salarios, chóferes, móviles de última generación y otras comodidades. La mitad del restante se gasta en subvencionar a las ineficientes empresas agrícolas, fundamentalmente francesas.

Si se coge un grupo de personas, se les nombra con un cargo que suene importante, se les da poder y se les otorga un presupuesto, las consecuencias son fáciles de predecir. Si, para colmo, esas personas son políticos profesionales, el desenlace pasa a ser una certeza. En primer lugar se procurarán una vida desahogada: altos salarios, complementos sociales, coches oficiales y tecnología puntera. A continuación marcarán su territorio de influencia, de forma que parezca que tienen importantes responsabilidades que atender. Comenzarán a gastarse todo el presupuesto en ocurrencias, en inyectar dinero a quien tenga suficiente influencia para seguir manteniéndolos en el poder. Y, al final, terminarán pidiendo más dinero.

Ésta es, grosso modo, la historia de la Unión Europea. La tendencia expansiva del poder político es la guía que ha ido colocando a cada uno de los 40.000 funcionarios y políticos que actualmente viven plácidamente instalados entre Bruselas, Estrasburgo y otras ciudades-ministerio. De todo el presupuesto de la Unión, el 10% se reparte entre salarios, chóferes, móviles de última generación y otras comodidades. La mitad del restante se gasta en subvencionar a las ineficientes empresas de agricultura y ganadería, fundamentalmente francesas, que tanto poder de movilización son capaces de desplegar, tanto para sostener como para dejar caer a los políticos de turno. El resto del presupuesto se destina a ocurrencias que rara vez no son contradictorias entre sí. Como bien sabemos, los políticos son capaces de subvencionar al mismo tiempo a las empresas de energías renovables, para así desincentivar el uso de fuentes contaminantes como el carbón, y al mismo tiempo subvencionar el carbón para que se siga consumiendo, y satisfacer así a la poderosa industria minera. Todo un ejemplo de cómo gastarse estúpidamente el dinero para, al final, no incentivar nada.

Ahora, la burocracia política europea vuelve a pasar por esa última fase que me recuerda a la casilla de salida del Monopoly: pide más dinero. Janusz Lewandowski, el comisario del Presupuesto de la Unión Europea –léase, quien gestiona el pastel– no pestañea al pedir autorización para recaudar directamente mediante una tasa a las transacciones financieras, al transporte aéreo o a las industrias que emitan CO2. Que igual le da, vamos. Que lo que quiere es la pasta. A la burocracia europea, con sus cerebros marchitos propios de políticos rechazados en sus países de origen, nada les importa dedicarse a recaudar dinero de empresas con problemas, o de los ciudadanos en paro, en medio de una terrible crisis. Pero lo más humillante para el contribuyente es que ni siquiera se dignan en decirnos para qué quieren el dinero. Y es que la respuesta sería hiriente: para seguir, como hasta ahora, derrochándolo.

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