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Juan Ramón Rallo

Un punto y coma que vale más que el libre pacto

Está claro que las reformas laborales no deben buscar favorecer la creación de empleo, sino conservar las prebendas y las potestades de una plutocracia que nunca jamás –por muy destructiva que haya sido para la economía– pierde su puesto de trabajo.

La reforma laboral que necesita España es clara: no se trata de abaratar el despido coactiva y universalmente a todos los trabajadores, sino de liberalizarlo, de convertirlo en una cláusula más de negociación entre las partes. No negaré que una de nuestras prioridades sea reducir el coste de la contratación, pero dentro de esta categoría se incluyen varias partidas como el salario, las vacaciones, los festivos, la cotización a la Seguridad Social, los costes de gestión de la plantilla y, también, las provisiones por indemnización de despido.

Debería corresponder a cada trabajador y a cada empresario decidir cómo prefieren distribuir esa reducción del coste de contratación para ponerlo en línea con el valor que cada empleado aporta a la compañía. Unos preferirán minorar el número de sus vacaciones, otros rebajar el importe de las pagas extras y alguno, también, recortar la indemnización percibida en caso de despido. En todo caso, la opción debería estar abierta a cada caso individual, más allá de la planificación corporativista que suponen los convenios colectivos y de la centralización estatista que implica el Estatuto de los Trabajadores.

La izquierda repite de forma cansina que no tiene sentido pretender crear empleo abaratando el coste de destruirlo. Pero lo que realmente no tiene sentido es pensar que el empleo puede emerger y crecer si el coste de contratar un trabajador supera la riqueza que ese trabajador genera dentro de la empresa. Y el valor que añaden los obreros en muchos sectores de la estructura productiva española ha caído en picado: pensemos en constructoras, promotoras, cementeras, automovilísticas, fabricantes de muebles, productores de lámparas y un largo etcétera de compañías cuyas mercancías se han depreciado con fuerza con la crisis (puesla mayor parte de la demanda de estas empresas procedía de un volumen de crédito artificialmente inflado que ya ha pinchado por muchos años). O los trabajadores que estaban siendo empleados en ellas –y en el resto de empresas que dependían a su vez de las demandas de esos trabajadores– aceptan reducir los costes asociados a su contratación hasta que éste se corresponda con el nuevo (bajo) valor que generan, o no los reducimos y esperamos a que el sector empresarial español se reestructure para que los parados vuelvan a generar riqueza suficiente como para sufragar el coste de su contratación –condenándoles, en el largo ínterin, a la desocupación.

Me temo que no hay otra opción y precisamente por ello debería ser cada cual quien eligiera cómo distribuir el coste de esas rebajas. Episodios tan esperpénticos como el del punto y coma en nuestra legislación laboral sólo ilustran, otra vez, que los políticos juguetean con nuestras condiciones laborales y, a través de ellas, con nuestras posibilidades de ser empleados. Según permanezca el punto y coma o no, la mayoría de compañías epañolas podrá despedir a las trabajadores menos productivos de su plantilla a un coste de 20 días de salario por año o, en cambio, se verá limitada a indemnizarles con 45. Seguridad jurídica y respeto a la autonomía de la voluntad creo que se llama el invento. Porque lo que no se ha considerado ni por un momento es que ni quien paga los sueldos ni quien presta sus servicios laborales tienen derecho alguno a decir ni mú sobre si quieren conservar, eliminar o poner del revés ese punto y coma.

Si en lugar de entregarles nuestro mercado laboral a los corbachos, toxos y mendeces de turno se lo devolviéramos a cada empresario y trabajador particular, tal vez más de uno (y más de dos) podría volver a encontrar trabajo incluso en la presente coyuntura. Pero oiga, está claro que las reformas laborales no deben buscar favorecer la creación de empleo, sino conservar las prebendas y las potestades de una plutocracia que nunca jamás –por muy destructiva que haya sido para la economía– pierde su puesto de trabajo. Así se entienden muchas cosas.

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