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José Antonio Baonza Díaz

Los fundamentos del poder sindical

En algún momento, los españoles deberán acometer la labor de desembarazarse de esta estructura parasitaria que drena sus recursos y limita tanto sus libertades como sus posibilidades de prosperar.

Todavía hoy sorprende la influencia que tiene la casta dirigente sindical (principalmente de UGT y CCOO) a pesar de los magros índices de afiliación de los trabajadores (y funcionarios) a los sindicatos.

Hemos visto con estupor cómo un apaño "acordado" entre el Gobierno, esos dirigentes sindicales y los de la organización hermana entre los empresarios (la CEOE) para recortar las pensiones de jubilación presentes y futuras se celebraba con alborozo en la prensa del neomovimiento. Pocos reparan en las evidentes similitudes de esa manera de tomar decisiones colectivas con las propias de los estados corporativos fascistas, tan denostados sin saber por qué por el "progresismo" hispano. Ese regusto antiparlamentario de canalizar la voz del pueblo a través de órganos de representación –natural, se atrevieron a decir los ideólogos del primer franquismo, respecto a la "familia, el municipio y el sindicato"– distintos a las asambleas democráticas se encuentra, no obstante, en la contradictoria Constitución española de 1978.

Dependiendo de las caprichosas y variables necesidades del Gobierno, pueden pisotearse los derechos fundamentales, pero si se trata de las prescripciones para la planificación económica concertada con los "agentes sociales" que asoman en los apartados relativos a la constitución económica (arts. 128 a 131), no cabe discusión alguna.

Asimismo, la estúpida consigna del "diálogo social", cuando se trata de imponer sordina al planteamiento de alternativas al modelo de seguridad social heredado del franquismo, atenaza como una camisa de fuerza a los dirigentes del partido de la domesticada oposición. No en vano, durante su estancia en el Gobierno participaron en ese pasteleo, aunque, ciertamente, no consiguieron romper la estrecha cooperación de los sindicatos mayoritarios con socialistas y comunistas. Aunque parezca algo lejano, como respuesta a las zalamerías gubernamentales, los sindicatos convocaron dos huelgas generales: una contra la guerra (de Irak, claro) y otra contra una fallida reforma laboral.

De cualquier modo, debemos remontarnos en el tiempo para encontrar una Ley de Libertad Sindical, aprobada en 1985 durante el primer mandato de González Márquez, que abrió las puertas a los privilegios sindicales que ya se atisbaban en el Estatuto de los Trabajadores. Si bien los socialistas españoles se abstuvieron de introducir trapacerías del estilo de los closed shops británicos, es decir, la exigencia de afiliación a un sindicato para trabajar en una empresa, sentaron las bases del poder posterior de estos auténticos apéndices del Estado. Ya entonces se dio pábulo a la aparición de liberados (del pesado trabajo) por doquier; se estimuló el predominio en grandes empresas de los sindicatos más proclives a los socialistas (a pesar de la pugna puntual con Nicolás Redondo Urbieta, secretario general de UGT, por la reducción de las pensiones de 1985), se abrió paso a la percepción de un canon sindical por la negociación colectiva (sustituida en la práctica por los "clavos" en los EREs), se declaró la inembargabilidad de las cuotas sindicales, la práctica irresponsabilidad de los sindicatos por actos de sus afiliados (¿quién paga los destrozos de las huelgas y "las jornadas de lucha"?) y el anuncio de un régimen fiscal excepcional. En este sentido no tiene parangón –ni siquiera los partidos políticos gozan de ese privilegio– el hecho de que las cuotas sindicales sean un gasto deducible de los ingresos derivados del trabajo, a efectos del Impuesto sobre la renta (IRPF), del mismo modo que las cotizaciones a la seguridad social.

No obstante, la voracidad de estas criaturas del Estado del bienestar se demostró insaciable. Al poco tiempo de su primera estancia en el poder, el Gobierno hermano, en vez de subastar y repartir proporcionalmente el producto de la venta entre los trabajadores y empresarios forzados a contribuir a su sostenimiento, promovió una suerte de rapiña del patrimonio inmobiliario de la Organización Sindical a favor de los privilegiados sindicatos más representativos (UGT y CCOO, pero también ELA-STV). Gracias a la aprobación de la Ley 4/1986, de 8 de enero, de cesión de bienes del patrimonio sindical acumulado y su reglamento, esos sindicatos (y en menor medida la organización empresarial CEOE) se subrogaron en la posición del antiguo sindicato vertical como propietarios de un ingente patrimonio que se había adquirido, en parte, con las citadas contribuciones obligatorias.

En aquella época, cuando las palabras "social", "solidaridad" y "colectivo" adquirieron pleno significado, nos enteramos de que los sindicatos asumirían técnicas de gestión modernas y nuevos retos para prestar servicios a sus afiliados y a la sociedad. Nacieron la cooperativa de viviendas PSV (Promotora Social de Viviendas) y su gestora IGS (Iniciativas de Gestión del Suelo), como muy bien recordará el actual Ministro de Trabajo, encargado en 1994 de rescatar con dinero ajeno del Instituto de Crédito Oficial (ICO ) a la UGT de las responsabilidades civiles que debería haber asumido por auspiciar aquella empresa frente a los 20.000 cooperativistas perjudicados. Así lo reconoció la sentencia del Tribunal Supremo de 9 de octubre de 2003, que mantuvo, no obstante, la condena a Carlos Sotos por apropiación indebida.

Lejos de saciar ese apetito, los sindicatos y las organizaciones empresariales demostraron una capacidad camaleónica para gestionar las subvenciones destinadas a formación por el Fondo Social Europeo (FSE), cuya caja abrieron los gobiernos entusiasmados. Cuestión distinta era la formación.

Ni por esas. Los sindicatos no han perdido la ocasión de acaparar otras subvenciones diversas del Estado y de recibir más dinero de las expansivas Comunidades Autónomas. La promiscuidad o el nepotismo más obsceno alcanzarían ribetes desternillantes en lugares como Andalucía, si no fuera por la gravedad de algunos de los delitos que se cometen. Pero hay más. En 2005 el gobierno socialista dio una nueva vuelta de tuerca. Nada menos que mediante un decreto-ley aprobó el reparto inmediato entre estos parásitos del llamado patrimonio sindical histórico. No debe sorprender que tiempo después el presidente de ese gobierno reclamase al sindicato más beneficiado (UGT, cuyas siglas existían ya durante la II República) su "cariño" y "apoyo".

El viscoso régimen partitocrático forjado durante los treinta y tres años de evolución de la Constitución de 1978 –la cual, por cierto, resulta ya irreconocible– transformó el antiguo sindicato vertical en tres pivotes que sustentan una parecida estructura clientelar. En algún momento, los españoles deberán acometer la labor de desembarazarse de esta estructura parasitaria que drena sus recursos y limita tanto sus libertades como sus posibilidades de prosperar. Ahora bien, ese desmantelamiento debe partir de un conocimiento de los mimbres reales de ese poder sindical, una concienciación de su perversidad y una propagación de la necesidad de doblegarlo. A continuación, una vez que el asunto forme parte del debate político democrático, acaso no sea tan difícil dar pasos efectivos. Pronto tendrá lugar un relevo generacional masivo de la esclerotizada nomenclatura de prebostes políticos y sindicales que han disfrutado durante tanto tiempo de esta situación. Quienes lleguen nuevos a la política tendrán menos cortapisas para acabar con esos intereses creados y reformar decididamente este tinglado, más aún en un momento de austeridad necesaria.

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