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Emilio J. González

Una asignatura pendiente

Si el petróleo sube, y con él los precios del transporte y de los productos, ya decidirán los ciudadanos qué consumen y qué no, obligando a todo el mundo a ser eficiente.

La huelga que preparan los transportistas va a poner a prueba la poca capacidad que le queda a este Gobierno para resolver los problemas de la economía española. Los transportistas exigen una subida de las tarifas de transporte que establece el Gobierno para compensar, al menos en parte, el fuerte incremento del precio de los combustibles. El Ejecutivo, por supuesto, se niega a ello porque el encarecimiento del transporte supone una subida generalizada de precios de los bienes y, por tanto, de la inflación, creando al Gabinete dos problemas muy importantes. En primer lugar, en un entorno inflacionista es mucho más difícil conseguir que los sindicatos acepten los sacrificios salariales que se imponen para poder salir de la crisis y generar puestos de trabajo. En segundo término, porque la inflación afecta a partidas presupuestarias importantes, como la retribución a los funcionarios o las prestaciones por desempleo, pero, sobre todo, a las pensiones, que, por ley, se tienen que actualizar con el IPC en unos momentos en los que el sistema empieza a ser deficitario. Así es que si al Ejecutivo se le dispara ahora la inflación, esos problemas presupuestarios que trata de evitar como sea irán a más y no está dispuesto a ello. Lo malo es que los transportistas tienen razón.

Cuando uno juega a regular los precios, tiene que estar a las duras y a las maduras, porque lo que no puede pedir es que los transportistas, la mayoría de los cuales son autónomos, trabajen a pérdidas o quiebren a causa tanto de los mayores costes de combustible como del retraso en el pago por parte de las empresas. Pero si cede ante los transportistas, enseguida van a venir los agricultores y pescadores pidiendo ayudas por la subida del gasóleo y el Gobierno no está por la labor. ¿Qué hacer entonces? Lo primero, por supuesto, tomar las medidas adecuadas para introducir competencia en la distribución de hidrocarburos, porque lo que no se puede permitir en este país es que las petroleras trasladen inmediatamente al precio de la gasolina y el gasóleo la subida del petróleo, cuando adquieren éste a tres meses, y menos aún que cuando baja el crudo la gasolina no lo hace ni al mismo ritmo ni en la misma cuantía. Esta es una de las grandes asignaturas pendientes de la liberalización de los hidrocarburos. Y lo mismo cabe decir respecto a la distribución de los alimentos, porque no hay justificación alguna para que el precio de éstos se multiplique por cuatro en el trayecto entre el campo y el consumidor final. Lo que también tiene que hacer el Ejecutivo es empezar a recortar drásticamente el gasto público en todos los niveles de la Administración para, a continuación, proceder a bajar los impuestos a las empresas y los ciudadanos con el fin de que el petróleo no cercene de raíz cualquier posibilidad de crecimiento de la economía a través de menos consumo doméstico y menos competitividad empresarial.

Al final, todo lo que sucede no es más que la consecuencia del deseo del Gobierno de intervenir en todo. Si el petróleo sube, y con él los precios del transporte y de los productos, ya decidirán los ciudadanos qué consumen y qué no, obligando a todo el mundo a ser eficiente. Lo que no puede ser es mantener la tarifa del transporte artificialmente baja para tratar de resolver, de esta forma, otros problemas, cuando el principal problema de un país es el abastecimiento de sus mercados.

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