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La falsa seguridad de la deuda pública

Mantener deuda pública durante largos plazos es una de las más inciertas y especulativas formas de invertir.

¿Es segura la deuda pública? Mejor dicho: ¿invertir en títulos de deuda pública es una forma segura de hacer crecer nuestro patrimonio en el largo plazo?

Hubo un tiempo en que las respuestas a ambas preguntas podían ser afirmativas... pero ese tiempo concluyó hace muchos años.

Mientras la guía de los gobernantes públicos fue la búsqueda de la ortodoxia presupuestaria (tanto ingreso, tanto gasto), todos podían fiarse de la capacidad del Estado de atender a sus deudas. Se trataba de un pagador honesto. Entiéndase esto como la existencia de un fuerte compromiso por parte del gobernante de atender sus obligaciones. Lo que es más, esa predisposición no sería pasajera, sino que permanecería en el largo plazo. Se daba por supuesto que las políticas económicas se abstendrían de aventuras políticas de estímulo de la demanda a base de descuadres en las cuentas públicas.

Pero también se estimaba que estábamos ante un agente de gran solvencia. Las cuentas estaban cuadradas y el patrón oro estabilizaba el valor de la moneda. Con presupuestos saneados, la suficiencia de recursos para atender las deudas estaba garantizada.

Las viudas y los huérfanos podían estar tranquilos con sus consols (la deuda pública a perpetuidad que emitía Inglaterra), y podían estarlo –muy importante– en el largo plazo. Los ahorros de toda una vida podían ser colocados con la seguridad de que el principal conservaría su poder adquisitivo y que la renta periódica obtenida no iría menguando con el transcurso del tiempo hasta llevar a la indigencia.

El mal llegó, como en otros ámbitos de la vida social y política de Occidente, con el trauma de la I Guerra Mundial. Desde ese momento, empiezan a extenderse dos prácticas de carácter complementario en las finanzas públicas. Dos prácticas que, por otra parte, serían bendecidas por una academia económica oportunamente pervertida.

En primer lugar, el abandono del patrón oro. Primero, con la suspensión provisional de la convertibilidad durante la guerra. Más tarde, con todo tipo de engendros monetarios en los que el oro fue pasando a desempeñar un papel cada vez menos determinante como ancla monetaria. Y, finalmente, con la llegada del experimento actual de papel moneda inconvertible, sancionado legalmente por doquier y que ya va para cuatro decenios de duración.

En segundo lugar, el auge de la heterodoxia financiera en las cuentas públicas. La ruptura con el patrón oro, que hasta entonces había tenido un efecto de control para aquellos que gestionaban las finanzas públicas, necesariamente sirvió de coartada y correa de transmisión para los desajustes presupuestarios y los sucesivos incrementos de emisiones de deuda pública. De hecho, se pasó de desarrollar políticas económicas fiscales y monetarias neutras a otras deliberadamente activas. El pretendido objetivo era el de impulsar la actividad económica. Los resultados reales fueron los déficits públicos casi crónicos y la persistente inflación. Los efectos que han tenido estas dos "innovaciones" sobre la idoneidad como vehículo de inversión a medio y largo plazo de la deuda pública han sido devastadores.

Aún hay más. La deuda pública, tal y como hoy es administrada, tiene otras peculiaridades que la diferencian del resto de activos financieros.

Cuando hablamos de títulos que evidencian deuda, el elemento clave es precisamente que quien los adquiere está "dando crédito" a quien lo emite. Dar crédito a alguien es fiarse (fiar) de su solvencia y de su disposición a cumplir lo pactado (honestidad como pagador).

Pues bien, en el caso de la deuda soberana, las promesas de pago diferido que hacen los gobernantes se hacen por cuenta de otros distintos a ellos mismos; a menudo, de gente sin derecho a voto o que ni siquiera ha nacido. Ni aquellos por cuenta de quien se emite –los súbditos de cada país– ni quienes deben pagarla –por ejemplo, futuros contribuyentes o futuros afectados por recortes– son en absoluto conscientes de ello. De hecho, nadie sabe ni el momento ni la cantidad ni la identidad de los pagadores.

Añadamos a ello que al momento del vencimiento suele haberse olvidado la primera parte de la transacción. No es realista por ello pretender que la capacidad de pago de la deuda coincida con la totalidad de riqueza de los contribuyentes. Tanto la capacidad impositiva como la de realizar ajustes presupuestarios tiene límites. Cuando el Gobierno es incapaz de atender a los pagos, es bastante frecuente que, olvidados los "buenos tiempos", los votantes elijan a representantes que opten por el impago (vía devaluación o default), como tantas veces hemos visto en Latinoamérica.

Y es que la deuda pública, a diferencia de una deuda corporativa o hipotecaria, a menudo no representa riqueza existente en ninguna forma, sino certificados de gastos ya realizados. Cuando la Administración se deja llevar por una borrachera de gasto (por ejemplo, durante un boom) y súbitamente se contrae la actividad, caen ingresos y se disparan gastos y, con ello, los déficits, lo más frecuente es que, al vencimiento de la deuda emitida en el pasado, el pago se haga mediante nuevas emisiones en forma piramidal hasta el colapso final. Dicho de otra forma, un volumen significativo jamás es pagado sino mediante cancelación –inflación o impago/default–.

¿A quién, pues, podrá reclamarse el pago?; ¿a qué generación?, ¿a qué responsable político? Cómo estar seguros de que se percibirá un principal e intereses sin pérdida: ¿la capacidad coactiva para gravar es infinita?; ¿podrá refrenar su gasto el Gobierno a tiempo; ¿podrá hacer recortes ad infinitum o tiene un límite? La situación pintará muy fea cuando esos mecanismos estén cerca de agotarse. Seguramente los gobiernos acabarán recurriendo como tantas veces al envilecimiento monetario propiciado por la monetización de la deuda (inflación), o al default parcial (mejor llamada quita) que supone canjear la deuda antigua existente por nueva con un principal que es sólo una fracción de la deuda nominal anterior.

En resumen, si atendemos al pago real del principal y no al mero servicio nominal por intereses, mantener deuda pública durante largos plazos es una de las más inciertas y especulativas formas de invertir.

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