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Gina Montaner

Las amargas lágrimas de la ministra

Lo que comenzó como un intenso romance con una flamante moneda única ha tomado visos de amour fou. No estamos seguros de si el euro quiere abandonarnos o nosotros a él, pero tenemos la certeza de que nos hundimos.

A primera vista nada une a la ministra de Trabajo de Italia con la Petra Von Kant del famoso filme de Rainer Werner Fassbinder. Sin embargo, sus lágrimas, derramadas al anunciar drásticos recortes debido a la feroz crisis que engulle a Europa, eran tan amargas como las que no podía ocultar la protagonista del polémico director alemán tras ser abandonada por su amante. Dos causas bien distintas: el descalabro europeo y el desamor, pero ambas son historias de desencuentros.

Los trastornos de la zona euro son comparables a los desarreglos amorosos de Petra Von Kant. Digamos que lo que comenzó como un intenso romance con una flamante moneda única ha tomado visos de amour fou. No estamos seguros de si el euro quiere abandonarnos o nosotros a él, pero tenemos la certeza de que nos hundimos juntos y nadie sabe cómo zafarse antes de llegar al borde del abismo. Suele ocurrir con las pasiones ciegas que se quedan en la exaltación del principio sin analizar las consecuencias. Los amantes no son capaces de proyectarse en el anodino futuro, turbados por la toxicidad de las feromonas y la oxitocina. En el entusiasmo de una Europa unida muy pocos advirtieron que un divorcio no resultaría fácil.

Ahora Nicolás Sarkozy, al que le sobra aplomo hasta para dar malas noticias, nos dice que Europa nunca ha estado más cerca de explotar y hay que repensarla antes de que "nuestros pueblos se vuelvan contra nosotros". Repensar al viejo continente es reinventarlo como los amores viejos y gastados que ya no aguantan más remiendos. El presidente francés y la canciller alemana Angela Merkel, ambos con la fuerza alpha que se exige de los líderes de la tribu, tiran del harén improductivo y fatigado que no está para lunas de miel, sino para prejubilaciones que ya no son posibles porque no hay dinero que sufrague las dotes del Estado de Bienestar. Como en la canción, the love affair is over.

Europa tirita de angustia y por eso Elsa Fornaro no pudo evitar las lágrimas a la hora de confirmar de viva voz lo que desde hace tiempo era un murmullo persistente: el esfuerzo de toda una vida de trabajo a la espera de la modesta pensión tendrá que aplazarse un poco, un poquito más. Lloró como la madre que le anuncia a sus hijos que este año no habrá regalos navideños porque de la noche a la mañana son pobres de solemnidad. Como un episodio de aquellas Mujercitas de Louise May Alcott, reunidas en torno a la chimenea para aliviar el invierno de su súbita pobreza.

Desde que Elsa Fornaro lloró junto al primer ministro Mario Monti, muchos han sido los analistas que se han empeñado en deconstruir sus lágrimas, en busca de la interpretación politóloga del inesperado llanto. Pero no debiera causar extrañeza el quebranto de la ministra. Estaba allí para explicar que será necesario atravesar el desierto antes de retomar caminos más hospitalarios. La travesía será más larga y dolorosa de lo que intuyeron los torpes expertos. La tristeza que dibujaba su rostro era la gestualidad de su solidaridad en un momento tan duro. A una madre siempre le duele imponer medidas disciplinarias a sus hijos aunque sean por su bien.

Cuando Fassbinder plasmó las amargas lágrimas de Petra Von Kant imitó el movimiento Kammerspiel de los años veinte, cuya desnudez y proximidad al público pretendía alejarse del frío distanciamiento del expresionismo alemán. En la política abunda la estética expresionista y la teatralidad por encima del ademán espontáneo. Sin proponérselo, Elsa Fornaro tuvo un momento Kammerspiel y conectó con los temores del ciudadano común, confundido por la peligrosidad de la prima de riesgo y las evaluaciones arbitrarias de un tal Standards & Poor’s. Sus lágrimas amargas eran la confirmación de que los fastos europeístas han terminado. Ha llegado la hora de apretarse el cinturón y juntarnos frente a la lumbre. Como en un cuento de Navidad.

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