Los agobios financieros del sector público han acabado de poner de manifiesto que, en España, el tamaño de las Administraciones Públicas es demasiado grande, que con los impuestos que se recaudan no es factible pagar sus gastos y que todo ello nos lleva a la imperiosa necesidad de un arreglo. Con buen tino, el público, viendo los despilfarros cercanos y lejanos, ha identificado el núcleo del problema con las Comunidades Autónomas y en parte también con los Ayuntamientos. Y no anda mal encaminado, pues si se echa un vistazo a las cifras disponibles se comprueba que, entre unas y otros, se gastan casi la mitad de lo que los españoles destinamos a sostener lo que gestionan los políticos. En concreto, las autonomías se llevan algo más del 35 por ciento del gasto y los municipios casi el 14, con lo que, si se deja aparte lo de la Seguridad Social, al Estado no le quedan más que dos de cada diez euros gastados. Sorprende que, en esta situación, haya quienes se quejen, desde Barcelona o desde Vitoria, incluso desde Sevilla, del centralismo de Madrid.
Y es que esto del centralismo tiene en nuestro país, donde los localismos, las guerras de banderizos, los afanes cantonalistas y los políticos caciquiles imperan desde hace siglos, muy mala prensa. La Constitución trató de arreglar este inveterado desbarajuste, en especial con respecto a vascos y catalanes, con una regulación, no exenta de ambigüedad, del derecho a la autonomía. Detrás de ella nos alineamos prácticamente todos los españoles, imbuidos, eso sí, cada uno de nuestro narcisismo de la pequeña diferencia, dando lugar a un monstruoso Moloch que está a punto de devorarnos.
Los economistas contribuimos en no poco a tal situación. Pertrechados de la versión optimista de la teoría del federalismo fiscal, destacamos que la descentralización autonómica y el reforzamiento de los ayuntamientos democráticos ayudarían a que los servicios públicos se adaptaran mejor a las necesidades de la población, a que los gobiernos fueran más responsables y transparentes y a que, votando con los pies –o sea, marchándonos de las regiones mal administradas–, los ciudadanos obligaríamos a los políticos a ser eficientes en su gobernación. Pocos fueron los que mostraron el reverso, la cara oscura, del autonomismo, con su incapacidad para aprovechar las economías de escala que existen en muchos servicios públicos, sus generosas duplicidades multiplicadoras del gasto –y de los empleos–, sus tentaciones de corrupción y su irrefrenable tendencia a desembolsar más de lo que se ingresa porque se opera con lo que, en nuestra jerga, llamamos restricciones de presupuesto blando –lo que no significa otra cosa que, al final, es el Estado el que acaba pagando el pato de los desafueros de los políticos locales–. Y con todo ello, enfatizando en lo uno y minimizando lo otro, los economistas acabamos estableciendo el mito de que la autonomía estaba contribuyendo poderosamente al desarrollo económico de nuestras regiones y de nuestro país. Un mito al que los políticos se agarraron como lapas, repitiéndolo como un disco rayado en cuanta ocasión se ponía a mano, hubiera o no motivo, y ensanchándolo hasta el punto de sostener que la solución a cualquier problema no era otra que profundizar en la autonomía y ensanchar las competencias que manejaban con sus pagajosas manos.
Ahora que han pasado los años, que hemos acumulado experiencia y que, afortunadamente, disponemos de estudios hechos con datos de primera mano y pulcritud metodológica, podemos preguntarnos si todo eso era cierto, si de verdad los españoles –y los naturales de otros países bendecidos por el autonomismo– hemos recibido un dividendo económico de la descentralización.
Dos son las maneras en las que podría haberse producido ese dividendo: 1) la descentralización podría haber ayudado a atenuar las desigualdades de bienestar entre las regiones, mejorando así la equidad territorial; 2) la descentralización habría sido un factor impulsor del crecimiento económico, coadyuvando así a la obtención de mayores cotas de bienestar. Pues bien, nada de esto ha tenido lugar, no sólo en España, sino en los demás países del mundo.
En efecto, las investigaciones que ha publicado el equipo que lidera Andrés Rodríguez-Pose, catedrático de la London School of Economics, lo han dejado meridianamente claro. Ni en España, ni en Brasil, ni en México, ni en China, ni en la India, ni en Alemania, ni en Italia ni en Estados Unidos, por citar algunos de los países sobre los que ha centrado sus estudios, la autonomía regional ha servido para propiciar la convergencia territorial en términos de renta, mitigando así las diferencias entre los habitantes de unas u otras regiones. Y ni en España ni en los otros países citados esa autonomía ha tenido influencia alguna, ni positiva ni negativa, en el crecimiento de las economías regionales. Éste ha dependido de otros factores, como la acumulación de capital físico, humano y tecnológico, pero no de la profundización en el autogobierno.
Con este bagaje podemos enfrentarnos mejor a la tarea de repensar nuestro Estado autonómico, planteando su reforma. Si no es verdad que unas mayores competencias en manos de los gobiernos regionales hacen más prósperos a sus ciudadanos, podemos diseñar de manera más razonable cómo ha de ser el reparto territorial del poder para que, sin negar la diferenciación cultural y las singularidades regionales que existen en España, se pueda configurar un sistema de autogobierno mucho más equilibrado que el actual, que no ponga en riesgo, como ahora ocurre, la viabilidad económica y financiera del país.