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José T. Raga

Cuando la realidad se sustituye por ideología

La eficiencia del sector público, español y no español, es sensiblemente inferior a la del sector privado.

Esa sustitución es a veces tan general, que uno llega a poner en duda los fundamentos de sus propios conocimientos. Si hoy hiciéramos una encuesta acerca de la bondad o maldad de lo público y lo privado, con pocas dudas una mayoría absoluta condenaría lo privado con exaltación de lo público.

No son pocas las esferas de la vida política, económica y social que en estos momentos están en pie de guerra por una supuesta privatización de sus prestaciones: aeropuertos, transportes, sanidad, educación, etc. Muy atrás quedaron aquellos servicios que erróneamente se consideraban esencialmente públicos, y en el injusto olvido ha quedado el beneficio para el consumidor, en términos de mejor prestación y a precios más bajos, como resultado de la privatización.

Todo ello no impide que se anuncien huelgas continuas por la supuesta privatización, configurada hoy –venga a cuento o no, sea verdad o mentira– como el Lucifer de la sociedad contra el que hay que luchar, provocando, si necesario fuere, el levantamiento social. Que el país no esté para huelgas no importa, hay que luchar contra la privatización; que la imagen exterior de España se deteriora con las algaradas, eso es lo de menos, porque hay que impedir la privatización; y así, unos y otros acaban creando su propio nirvana público, en el que cualquier deseo es satisfecho inmediatamente sin coste alguno.

La vida es bien distinta a ese nirvana. Nada se consigue sin esfuerzo (salvo los pelotazos), toda acción económica implica un coste y, para desgracia de los que prefieren ignorarlo, los recursos de que dispone la humanidad en cualquier momento histórico son escasos, por lo que hay que aprovecharlos al máximo.

La eficiencia del sector público, español y no español, es sensiblemente inferior a la del sector privado. Es decir, que para producir una unidad de cualquier bien o servicio el sector público precisa de una mayor cantidad de recursos que el privado. Las razones son múltiples, y yo situaría en primer lugar la ausencia de empresario en el sector público. Éste se rige por impulsos políticos, no siempre coincidentes con la racionalidad económica.

Por ello, cuando se habla de privatizar o de gestionar con criterios privados la producción y distribución de servicios públicos, de lo que se trata es de abaratar su coste; de que, con menos recursos, demos mayor satisfacción a los usuarios, porque, al fin, los recursos empleados siguen siendo nuestros impuestos.

La irracionalidad de la cuestión no se limita al ámbito económico, también afecta al social. Yo entendería que los funcionarios y empleados públicos, los holgazanes, porque los hay muy trabajadores, lideraran las protestas, pues con la gestión privada quizá tengan que trabajar más. Lo que me cuesta más de entender es la protesta del contribuyente que, envuelto en la ideología, opta por pagar más impuestos de los que pagaría si la prestación de servicios fuera más eficiente.

Es el resultado de una ideología convertida en droga

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