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Carlos Rodríguez Braun

Tecnología y pensamiento único

Los Estados nos inficionan con el cuento de que la democracia pluralista y la libre competencia requieren menos poder económico de las minorías… privadas.

El historiador canadiense Michael Ignatieff, profesor en la Universidad de Harvard, pidió por favor en el Financial Times un Estado. Cautivo del algodonoso y almibarado pensamiento único explicó, no vayamos a creer que es un extremista, que no debe ser demasiado grande, aunque no aclaró cómo conseguir tan benévolo objetivo.

Su idea, remota como el miedo a la libertad, es que la tecnología nos amenaza. El Gobierno también, si nos vigila en exceso, e Ignatieff reclamó unos gobernantes que controlen: no al Gobierno, sino a la tecnología. Es que "la democracia se ve amenazada si el impacto tecnológico significa que las políticas públicas dejan de influir sobre la creación de empleo". O sea que la tecnología, que facilita la libertad de elección de los ciudadanos, conspira contra la democracia; y las políticas públicas, que son grandes creadoras de paro, ahora son fuerzas benéficas para el empleo. ¿Dónde está mirando este ilustre profesor?

Pues a donde mira siempre el pensamiento único: al poder, desconfiando siempre de la gente, como desconfiaba John Stuart Mill, el primero que se apuntó a la bobada de controlar políticamente el progreso técnico.

Cree Ignatieff que necesitamos políticos que, como los decimonónicos (no vayamos a poner ejemplos más recientes, claro…), "amortigüen el impacto del cambio técnico y distribuyan equitativamente sus beneficios entre los trabajadores". La clave es la educación pública, la salud pública, las pensiones públicas, el gasto público en investigación, y la regulación pública de los mercados.

Un momento, dirá usted, nuestros problemas, desde el paro hasta los impuestos, desde la corrupción hasta la intrusión del poder en la vida de los ciudadanos, derivan precisamente de esa misma intervención que demandan Ignatieff y los demás bleeding hearts congregados en Davos para llamar la atención sobre el nuevo gran problema que exige más intervención y menos libertad: la infausta desigualdad.

Bueno, nunca quieren que todos seamos iguales como para pagarnos de nuestro bolsillo el piso en Davos, eso no, claro: les gusta el capitalismo, sobre todo si son ellos los que cobran más, pero al mismo tiempo quieren unos Estados grandes que combatan contra los malvados "barones enriquecidos por los nuevas tecnologías", es decir, el mismo camelo con el que hace un siglo alegaron que el Estado debía crecer para contener a los trusts y a los robber barons asociados con la revolución industrial: lógicamente, nunca les preocupó el poder monopólico de los Estados, y mucho menos que usurparan recursos crecientes de la ciudadanía.

Muy seriamente el profesor Ignatieff (de Harvard, no se olvide, y no del pueblo de al lado) advierte contra el "poder"… pero de los empresarios, muchos de los cuales, como es habitual, se prestan a jugar con fuego y a apuntarse tontamente al carro culposo de quienes les adjudican todos los males.

Y así, los que no compiten, los Estados, nos inficionan con el cuento de que la democracia pluralista y la libre competencia requieren… menos poder económico de las minorías… privadas, por supuesto.    

Igual usted levanta la mano para protestar ante este bulo. Ignatieff se apresura a tranquilizarnos: "Los victorianos crearon el Estado moderno para domesticar el mercado en nombre de la democracia, pero querían un Estado-vigilante nocturno, no un Leviatán". Caramba, caramba, no les salió bien, ¿verdad que no? ¿Verdad que los domesticados no parecen los mercados sino los individuos?

Pues para Ignatieff lo malo no son los impuestos que ahogan a los ciudadanos, los controles, ni las prohibiciones, las multas, las regulaciones… No, lo malo es que ahora el Estado nos vigila demasiado. Eso no puede ser. Tenemos que conseguir que… ¿bajen los impuestos? No, nada de eso. Hay que conseguir que no nos vigilen tanto usando la tecnología. Ah, claro, claro. Lo importante no son los impuestos sino la privacy.

De las pocas cosas estupendas que inadvertidamente ha logrado la hipertrofia de la política es la animadversión de los ciudadanos hacia sus gobernantes, los políticos, los burócratas y los grupos de presión que a su socaire medran. Estamos hasta las narices de ellos, y ellos, que son malos pero no estúpidos, lo saben. Y entonces nos asustan con las temibles consecuencias que puede desencadenar nuestra ingrata desafección.

A ese mismo carro se apuntan Ignatieff y las benévolas élites de Davos. No, no quieren que seamos iguales a ellos. No cabemos todos en Davos, señora, así que sólo irán ellos, pero se preocuparán de que esa única conquista nuestra, el rechazo al poder, se convierta en derrota: "Los ciudadanos deben confiar en sus representantes para controlar el Estado". En beneficio de todos, claro, para que "los representantes, con la autoridad y la información necesarias, puedan controlar el poder que la tecnología confiere al Estado moderno". Nótese que lo que realmente hay que controlar es la tecnología, no el Estado. Y es el propio Estado el que la controlará; toda la noción liberal de los derechos individuales como genuino límite ante la coacción política y legislativa ha desaparecido entre los aplausos de los biempensantes centropoides que quieren el Estado pero al mismo tiempo ansían que no arrase con bienes y libertades, y cultivan la fantasía de que se va a limitar él solito.

Con la insidiosa apelación a los victorianos, como si el Estado actual no hubiese germinado de aparentemente inocentes semillas decimonónicas, el pensamiento único disfraza el objetivo fundamental: quebrar la resistencia del individuo, el verdadero protagonista del liberalismo victoriano, aquel que Herbert Spencer prefiguró ya entonces agobiado por el peso del poder. Con los Ignatieff de turno se lo seguirá acosando, pero antes el poder deberá manipular la fuerza liberadora de la tecnología para conseguir que no se resista y que, sí, sí, al final ame al Gran Hermano.

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