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José Carlos Rodríguez

Los orígenes racistas del salario mínimo

La vieja eficacia eugenésica del salario mínimo calienta los corazones de los progresistas de hoy.

Que el salario mínimo destruye empleo es evidente para cualquiera que quiera entenderlo. El salario se fija, en el mercado, en función del valor de la aportación del trabajador. Cuando se impone un salario mínimo, todos los trabajadores cuya contribución quede por debajo quedarán fuera. Haití cayó bajo la ocupación de los Estados Unidos en julio de 1915. Cuando se aplicó la primera ley de salario mínimo allí, en 1931, se ilegalizó al 98 por ciento de los trabajadores del país. Las leyes de salario mínimo ilegalizan los posibles acuerdos laborales por debajo del suelo que fijen, con lo que no se ponen en marcha ciertos proyectos empresariales: pierden entonces las dos partes y perdemos todos.

También está claro que hay muchas personas (ciertamente, no en el caso de Haití) a las que no les afectan estas regulaciones, y que los grupos o sectores perjudicados no están diseminados por igual en toda la sociedad. Grosso modo, afectan sobre todo a los jóvenes que no cuentan aún con la formación adecuada, a los inmigrantes y a los grupos que, por las circunstancias que sean, tienen un menor capital humano.

Progreso, raza y salario mínimo

Pioneros en la implantación del salario mínimo son los Estados Unidos. Su impulsora fue la izquierda de entonces, el movimiento progresista, que inspiró a algunos de los presidentes más significativos de comienzos del siglo XX, como Teddy Roosevelt, Woodrow Wilson o Franklin D. Roosevelt. El progresismo define la ideología y la actitud vital de quienes se maravillaron ante la notable mejora de la sociedad en las décadas finales del XIX y las primeras del XX, tan capitalista, e intentaron sujetarla para conseguir nuevos objetivos. Creyeron que la técnica y las ciencias, aplicadas convenientemente, les permitirían ser agentes del progreso. Una fe que les convertiría en semidioses. Sólo había que desechar lo antiguo o tradicional y otorgarles poderes de demiurgo.

Encajen el progresismo con la constatación, o la fe, en que hay razas distintas, y el resultado es la eugenesia. Si podemos mejorar la sociedad por medio de la ciencia, si ya la naturaleza selecciona naturalmente a los mejores, ¿cómo vamos a dejar de lado la genética para mejorar la raza? Que los progresistas eran racistas y partidarios de la eugenesia no es ningún misterio. Ya he citado a Woodrow Wilson. John Maynard Keynes y los fabianos (H. G. Wells, George Bernard Shaw...) están entre los más conocidos.

El salario mínimo era un instrumento ideal para la eugenesia. Y los economistas progresistas se dieron cuenta muy pronto. Lo explica Thomas C. Leonard en Journal of Economic Perspectives. Estos progresistas consideraban que había una parte de la sociedad (los "parásitos", las "razas de bajos salarios", los "residuos industriales", los "inempleables") a la que había que expulsar del mercado de trabajo. Esa era la función social del salario mínimo. No sólo con las razas. El matrimonio Webb, creador del movimiento fabiano en Gran Bretaña, mostró su preocupación por depurar la sociedad de "los criminales y los incorregiblemente vagos (...) los moralmente deficientes (...) y los que son incapaces de producir su mantenimiento por ningún medio".

Entre los economistas estadounidenses progresistas partidarios de la eugenesia se cuentan nombres como los de Irving Fisher, Frank Fetter o Frank Taussing. También los de Edward A. Ross, que acuñó el concepto suicidio racial para hablar de la inmigración, Simon Patten o Arnold White.

Según explica Leonard, "los economistas progresistas, como sus críticos neoclásicos, creían que imponer salarios mínimos incrementaría la pérdida de empleos". "No obstante", añade, "los economistas progresistas creían asimismo que esa pérdida de empleo inducida por el salario mínimo era un bien social, pues rendía un servicio eugenésico sobre la fuerza laboral". Los Webb veían en ese paro "no una marca de mal social, sino de hecho de salud social". No puede haber "nada más ruinoso para la comunidad que permitirles competir, sin restricciones, como empleados", sostenían. Una ley de salario mínimo disuadiría a los inmigrantes y expulsaría a los "inempleables".

Royal Meeker, que trabajó como comisario de Empleo con Wilson, defendía un salario mínimo que privase a "los desafortunados" de un "empleo" en lugar de favorecerles, pues en este caso se correría el riesgo de que se reprodujesen, de que criasen "más de su tipo", seres a los que A. B. Wolfe llamaba "una carga para la sociedad" y contra quienes también pedía un salario mínimo. John R. Commons reconocía: "La competencia no tiene respeto por las razas superiores". Así es el mercado.

También lo reconocían otros enemigos del libre mercado, no necesariamente economistas. Samuel Gompers, el histórico líder de la Federación Americana del Trabajo, advirtió de que "los caucasianos", los blancos, no iban a permitir que su nivel de vida fuera "destruido por los negros, los chinos, los japoneses o por cualesquiera otros"; por eso había que impedir cualquier acuerdo laboral por debajo de determinado límite.

Leonard explica en otro artículo cómo la regulación laboral buscaba igualmente restringir el acceso al trabajo de las mujeres, "madres de la raza" en el mundo de la eugenesia. Los ejemplos se pueden multiplicar, que es lo que Harry G. Hutchinson ha hecho más recientemente.

'Apartheid' y más acá

Los orígenes del apartheid están en la regulación laboral impulsada por los trabajadores blancos pobres, en su mayoría afrikáners. Sus primeros éxitos fueron la Ley del Statu Quo (1911), que imponía cuotas de negros por sectores y empresas, y en las leyes que imponían licencias de trabajo, que limitaban la libertad de contratación. Ninguna regulación laboral parecía suficiente, hasta que dieron con un instrumento muy a propósito. Los sindicatos blancos señalaron:

En ausencia de un salario mínimo regulado, los empleadores encontraban beneficioso suplantar a los europeos con alta cualificación, y generalmente más caros, por los no blancos menos eficientes, pero más baratos.

La Comisión de Economía y Salarios de Suráfrica (1925) se planteaba el ya viejo problema de expulsar a los negros del mercado de trabajo para reservar las oportunidades de progreso a los blancos. "El método", señaló, "sería fijar una tasa [salarial] mínima por ocupación u oficio tan alta que sea improbable que se contrate a ningún nativo". Lo recuerda el economista Walter E. Williams en Race and Economics, donde también trae a colación una información del diario The New York Times de 1972:

Los sindicatos blancos derechistas de la construcción se han quejado ante el Gobierno de Suráfrica de que las leyes que reservan empleos cualificados para los blancos se han roto, y deberían abandonarse en favor de leyes de igual salario por igual trabajo. (…) Los sindicatos conservadores de la construcción dejaron claro que su motivación no era la preocupación por los trabajadores negros, sino su inquietud por que la reserva legal de empleo se ha deteriorado tanto por las excepciones gubernamentales que han dejado de ser una protección para los trabajadores blancos.

Esas ideas se resisten a morir. La vieja eficacia eugenésica del salario mínimo calienta los corazones de los progresistas de hoy. En el año 2006 el New York Times publicó un artículo escrito por Michael Dukakis y Daniel J. B. Mitchell. Dukakis protagonizó una de las derrotas más sonadas de las elecciones presidenciales norteamericanas. Fue en 1988, frente a George H. W. Bush. Dukakis es uno de los miembros más izquierdistas del Partido Demócrata, Mitchell es profesor emérito de UCLA, y en su artículo inciden en que "millones de inmigrantes ilegales trabajan por salarios mínimos e incluso submínimos en puestos de trabajo que no están cerca de cumplir los estándares de salud y seguridad". Hay que expulsarlos, y el instrumento ideal es el salario mínimo. Los lectores, los naturales del país,

trabajarán en empleos que sean arriesgados, sucios o penosos en la medida en que se paguen con salarios y condiciones de trabajo decentes.

Más recientemente, en 2013, un empresario de California de nombre Ron Unz propuso una iniciativa legislativa popular que elevaría el salario mínimo de los 8 dólares la hora hasta los 12 en 2016. El objetivo de esta medida es frenar la inmigración. Y la lógica, expuesta dos años antes en un artículo de The American Conservative, es implacable:

La réplica habitual contra las subidas de los salarios mínimos es que "se perderán empleos". Pero en la América de hoy una parte enorme de los empleos que están en los salarios mínimos, o cerca de ellos, los tienen los inmigrantes, en gran parte ilegales. Eliminar esos empleos es un objetivo central del plan; una característica, no un error.

Lo que sí es un error es deslindar el salario mínimo de sus orígenes racistas.

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