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José García Domínguez

Contra la esperanza

La economía española tiene un problema imprevisto: aunque con timidez, ha comenzado a crecer. Digo bien, sí, un problema.

La economía española tiene un problema imprevisto: aunque con timidez, ha comenzado a crecer. Digo bien, sí, un problema. Y preocupante. Porque, igual que lo peor que le puede pasar a un diabético es que lo inviten a una fiesta en una pastelería, lo más nocivo que puede ocurrirnos a medio plazo es que aumente la demanda interna, justo cuanto viene sucediendo desde hace unos meses con el aplauso de gobernantes, expertos y creadores de opinión indocumentados. Así, aunque de modo todavía medroso, los particulares se van animando a gastar en bienes duraderos, los más caros; por su parte, los empresarios, tras siete años de ir capeando el temporal con máquinas ya obsoletas, comienzar a invertir algo en equipos más modernos. Suena bien, incluso muy bien. Lástima que las verdaderas leyes que rigen la economía casi nunca respondan a lo que prescribe la intuición.

Porque cada vez que comienza a repuntar el consumo, los españoles volvemos a atarnos una soga al cuello. Ocurre siempre. Y esta vez no iba a ser distinto. Nadie se extrañe, pues, de que la tan cacareada recuperación de la demanda interna en 2014 se haya traducido en un agravamiento súbito de la balanza comercial. De ahí la locura de ver a España, un país en quiebra, convertido en ¡la locomotora de Europa! Porque es sencillamente falso que el origen de este desastre proceda de la basura titulizada en Wall Street. Y mucho menos del gasto público. Con subprime o sin subprime, las economías del Sur se hubiesen hundido igual, únicamente era una cuestión de tiempo. Y es que el problema del Sur era otro: la balanza por cuenta corriente. Un asunto que no tiene solución. Simplemente, no tiene solución.

Estamos atrapados en una ratonera: sin consumo no podemos crecer para pagar la deuda; con consumo y crecimiento, al instante retornan los desequilibrios insostenibles de las cuentas externas. No hay salida. Ninguna. En el mejor de los casos, sería el propio crecimiento quien provocase de nuevo el derrumbe. Nuestra productividad, demasiado asimétrica en relación a la del Norte, se traduce una y otra vez en la divergencia generalizada de precios a favor de los productos alemanes. Consecuencia inmediata, se disparan las importaciones del Norte cada vez que asoma un repunte del gasto. Y vuelta a empezar. Se parece a una maldición. Y tal vez lo sea. España, como el resto del Sur, una categoría que incluye a Francia, está condenada a mantener déficits comerciales permanentes que fuerzan colapsos crónicos en su estructura económica. Mientras el euro siga ahí, perded toda esperanza.

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