Quizá no lo sepamos todavía y España esté a punto de marcar un hito en la historia de la economía mundial a lo largo de los últimos siglos. Y es que, si el Gobierno y sus apéndices mediáticos estuvieran en lo cierto, esto es, si el pequeño estirón del PIB en 2014 indicase el final de la crisis y el inicio de un periodo de crecimiento sostenido, asistiríamos a un caso en verdad único, a algo jamás visto en país alguno. Sucede que la llamada austeridad, o sea subir los impuestos y reducir el gasto en servicios públicos para hacer frente a la caída de la actividad económica en el contexto de una recesión internacional, es una medicina que no ha funcionado nunca en ninguna parte. Y nunca en ninguna parte significa en ninguna parte y nunca. Simplemente, nadie posee constancia documental de que tal milagro haya ocurrido en un solo rincón conocido y habitado del planeta Tierra. Nada extraño, por cierto, si se repara en que el sintagma austeridad expansiva encierra un oxímoron. En economía no existe tal cosa.
Seríamos, pues, los primeros –y los únicos– en haber logrado materializar semejante prodigio destinado a figurar en los anales. Sucede que, en los contextos internacionales recesivos, la llamada austeridad resulta, por definición, procíclica: lo único que se logra echando mano de ella en tales marcos depresivos es que la economía nacional en cuestión se hunda mucho más aún. Al respecto, el caso español es de libro: el repunte del PIB en 2009 dio paso al desmoronamiento general tras implantarse la austeridad como doctrina oficial todavía con Zapatero en La Moncloa. No podía ser de otro modo. Y no lo fue. A diferencia de lo que ocurre con las religiones, a la ciencia económica se le exige que avale con pruebas empíricas el contenido de sus enunciados teóricos.
A fin de creer en algún dios particular, lo único que se requiere es un acto subjetivo de fe. Para poder creer en la austeridad, en cambio, necesitaríamos evidencias concluyentes, definitivas, irrefutables. Y resulta que no las hay. Berlín y la Troika, muy conscientes de esa carencia legitimadora, trataron de aferrarse como clavo ardiendo al caso de tres paisitos minúsculos, las liliputienses repúblicas bálticas. Pero tampoco con su ejemplo más querido lograrían demostrar nada. Sépase que la célebre austeridad báltica, allí administrada en brutales dosis de caballo, no ha servido para que Letonia lograse reducir su deuda pública. Bien al contrario, al poco de abrazar la austeridad esa deuda se multiplicó por cuatro. Pero el argumento de peso que invalida el cuento de hadas báltico es el que remite al asunto de las exportaciones.
La austeridad, al hundir el mercado interno, impone que las ventas al extranjero pasen a ocupar su lugar como motor del crecimiento. Así las cosas, si eres muy, muy pequeñito y tus vecinos se llaman Finlandia, Suecia, Dinamarca, Noruega y Alemania, o sea Estados mucho más grandes y que ya habían escapado de la recesión global de 2008, acaso puedas levantar cabeza exportándoles barato algo que ellos necesiten. Pero si eres bastante grande, algo así como España, y los que tienes más cerca, llámense Portugal, Italia, Irlanda o Francia, andan igual o peor que tú, el truco no funciona. Fabián Estapé solía exponer a sus alumnos de la Facultad de Económicas de Barcelona la metáfora que él llamaba del "gato muerto". Cuando un gato cae desde la décima planta de un edificio rebota un poco en el aire después de estrellarse contra el suelo. Pero de ello, advertía Estapé, no hay que inferir que esté vivo, sino que procede atribuirlo a la simple inercia del batacazo. Pues eso.