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José García Domínguez

Por qué el euro nos empobrece

El país no se está desindustrializando a marchas forzadas pese a formar parte del euro, sino por formar parte de él.

El país no se está desindustrializando a marchas forzadas pese a formar parte del euro, sino por formar parte de él.

Los populistas, frikis e indocumentados, ya se sabe, son los de Podemos. El serio, riguroso y formal resulta ser el presidente Rajoy, preclaro estadista que acaba de prometer un millón de empleos únicamente en la Bética. Hablamos, huelga decirlo, de un millón de camareros y albañiles salidos ex novo de la muy ancha manga de don Mariano. Camareros y albañiles, otra cosa no. Y es que ni siquiera el mayor demagogo bautizado en la demarcación provincial de Pontevedra desde los tiempos del obispo Gelmírez se atreve a embaucar a los electores con el espejismo de un solo empleo industrial. Ni tan siquiera él. Ni tan siquiera uno. ¿Acaso entre los más viejos del lugar alguien recordará aún que en este desolado páramo industrial el empleo fabril llegó a representar el 27,5% del total nacional?

Uno y pico de cada cuatro ocupados, sí. Porque España, contra toda evidencia paisajística, fue una nación industrializada hasta no hace tanto; en concreto, hasta que esa quimera que llaman euro se llevó por delante una tradición productiva que se remontaba a la segunda mitad del siglo XIX. Porque el país no se está desindustrializando a marchas forzadas pese a formar parte del euro, sino por formar parte de él. Es él, el euro, quien ha condenado a nuestra industria. La divisa común fue alumbrada al mismo tiempo que veía la luz la más elaborada versión posmoderna del cuento de la lechera, una ingeniosa ficción para adultos que los tecnócratas de Bruselas dieron en llamar Estrategia de Lisboa. Recuérdese el hilo argumental de aquella alucinación colectiva. La desaparición del riesgo cambiario fruto de la unión monetaria llevaría a que los tipos de interés del Sur, incluida España, se igualasen con los mucho más bajos de Alemania, algo que por cierto sí ocurrió. A partir de ahí comenzaría a operar la prodigiosa magia de los mercados autorregulados.

Primero llegarían capitales desde el Norte sedientos de rentabilidad. Luego, y sin solución de continuidad, las inversiones productivas materializadas en un sinfín de sectores punteros. Consecuencia inmediata de esa lluvia de maná apátrida en pos de usos eficientes, se dispararía nuestra adormecida productividad nacional. Algo que posibilitaría aumentar los salarios sin por ello alentar la tan temida inflación. Seríamos, por fin, el país moderno, competitivo y con las cuentas exteriores equilibradas que siempre habíamos soñado. Tras siglos de postración y letargo, Lugo, Cádiz y Badajoz convergerían en términos de renta, eficiencia y valor añadido con Múnich, Milán y Ámsterdam. Demasiado bonito para compadecerse con la verdad. Porque lo que trajo el euro fue un círculo, sí, pero no virtuoso sino vicioso. Bajaron como estaba previsto los tipos de interés. Llegaron como estaba previsto los capitales del Norte. Pero se fueron todos, hasta el último céntimo, a especular en el ladrillo. Hasta el último céntimo.

Para la economía productiva española, la arribada de la moneda común no supuso más que un triste remake de Bienvenido Mister Marshall. Así, el exceso de demanda que alimentó la burbuja llevaría a que se disparasen los salarios. El siguiente paso, cantado por lo demás, sería la inflación diferencial con el Norte. De ahí a un déficit tan astronómico como insostenible de la balanza por cuente corriente había un paso. Y se dio, claro. El drama estaba servido. La crisis financiera internacional solo fue el catalizador, apenas eso. Con Lehman Brothers o sin Lehman Brothers, España hubiese reventado de todos modos. Únicamente era una cuestión de tiempo. ¿Y por qué no fue ni un céntimo, ni uno, a la industria? Pues porque no podía ir. Simplemente por eso. En lugar de tornarse más homogénea gracias al euro, Europa se volvió infinitamente más heterogénea.

Ocurrió justo lo contrario de cuanto preveía el cuento de la lechera de Lisboa. Y ello por culpa de algo llamado economías de escala. Ocurre que el tamaño importa. Y mucho. Muchísimo. Ante una mayor demanda fruto de la unificación monetaria, las grandes industrias del Norte ampliaron su escala de producción, algo que aumentó todavía más su tamaño y, en consecuencia, su productividad diferencial, expulsando así del mercado a los competidores más ineficientes que aún subsistían en el Sur. En lugar de dispersarse por el territorio comunitario, la industria europea tendió a concentrase en el espacio de un modo más intenso que antes. Desde aquel entonces, el Norte se reindustrializa y el Sur desmantela sus naves y factorías. Ellos ganan, nosotros perdemos. En el fondo, una simple cuestión técnica. Pero con consecuencias sociales devastadoras. Mas no nos preocupemos: Rajoy, al modo de los niños facturados desde París, nos traerá un millón de camareros bajo el brazo.                

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