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José García Domínguez

El Silicon Valley no existe

El mito del garaje, como todos los mitos, encierre un simple cuento para niños.

Mucho más prosaico, como todo lo que se corresponde con esta época vulgar que nos ha tocado vivir, el equivalente contemporáneo del mito platónico de la caverna acaso sea el mito yanqui del garaje, esa saga de leyendas urbanas que remiten el origen de las multinacionales de la vanguardia tecnológica a la inventiva de unos cuantos jovencitos geniales que fabricaban ordenadores y microchips en los destartalados garajes de sus padres. Así es como en el imaginario popular Steve Jobs y Bill Gates han acabado desplazando al discípulo predilecto de Sócrates. Son narraciones cargadas de tintes épicos, las del garaje, que devuelven al capitalismo corporativo y burocrático del XXI algo del aura romántica y schumpeteriana de los viejos capitanes de industria del XIX. Lástima que el mito del garaje, como todos los mitos, encierre un simple cuento para niños. Tales narraciones resultan estimulantes, aleccionadoras y hasta bellas, sí, pero son falsas; más falsas que los duros sevillanos.

Ocurre que todas esas historias tan célebres que la prensa glosa con embelesada admiración no se compadecen con la verdad. Apple jamás habría existido de no ser por la iniciativa del Estado, que materializó arriesgadas inversiones multimillonarias en I+D con el dinero de los contribuyentes norteamericanos para hacerla posible. Y otro tanto de lo mismo cabe decir de Google, de Facebook o de Microsoft, todas ellas empresas nacidas y criadas a la sombra del Estado emprendedor, su genuino padre biológico. Porque de los garajes de California no habría salido nada de nada sin el ingente apoyo previo de la Administración. Sucede que la socorrida leyenda urbana del capital riesgo no es mucho más que eso, una leyenda urbana. Ni el desarrollo fulgurante de las industrias vinculadas a internet, ni la eclosión de la nanotecnología ni el cluster innovador asentado en el Silicon Valley tuvieron su germen primero en el capital riesgo impulsado por las fuerzas del mercado.

Bien al contrario, y frente a lo que prescribe el mito, fue –y sigue siendo– el Estado norteamericano quien creó las bases de la revolución tecnológica vinculada a la informática. Tras la retórica a cuenta de las virtudes prometéicas del libre mercado, Estados Unidos, e igual republicanos que demócratas, practica la política industrial más intervencionista, estatista, planificada, solvente y eficaz que se conozca en el mundo. Quizá el gran secreto de su éxito sea ese: hacer justo lo contrario de cuanto predican. Y es que fue –y sigue siendo– la mano invisible del Estado quien hizo que las cosas ocurrieran. He ahí, paradigmático, el caso de Apple, tan bien estudiado por la economista de la Comisión Europea Mariana Mazuccato. Porque el éxito mundial de Apple no procede, como tantos creen, de haber innovado o inventado nada. El éxito de Apple, por el contrario, reside en saber embellecer y vender innovaciones técnicas que ya existían gracias al esfuerzo creador del Estado. El iPod, el iPhone, el iPad, el GPS, Siri o las pantallas táctiles son el producto final, más tarde estilizado en su diseño externo, del empeño investigador del Gobierno y el Ejército de Estados Unidos.

Sin los costosísimos laboratorios de investigación básica promovidos por el Estado ninguna de esas innovaciones habría visto jamás la luz. De hecho, no hay ninguna tecnología clave del iPhone que no haya sido financiada por el Estado. Ninguna. En el fondo, las grandes disparidades entre los niveles de vida de los países tienen una explicación sencilla que se puede resumir en una sola palabra: productividad. La verdadera diferencia entre Dinamarca y Guatemala es esa. Pero incrementar la productividad sistémica exige asumir riesgos financieros que se adentran en el terreno de lo incierto y hasta temerario, una incertidumbre que únicamente el Estado puede afrontar. Pensar, como hoy hace el Gobierno del PP, que el perentorio cambio del modelo productivo español nacerá de la feliz iniciativa privada en algún garaje de Almería, Albacete o Tarragona es pensar igual que un niño pequeño. O imitamos de una vez al Estado emprendedor norteamericano o nunca vamos a salir de esta.

En Libre Mercado

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