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José García Domínguez

¿Tienen algún remedio los bancos?

No hay negocio más arriesgado en el mundo que el de prestar dinero a desconocidos con la esperanza de recuperarlo algún día con intereses.

Salvo montar una librería en España, no hay negocio más arriesgado en el mundo que el de prestar dinero a desconocidos con la esperanza de recuperarlo algún día con intereses. Y no hay proceder más refractario al azar que el de los que abren una cuenta bancaria para ir acumulando el ahorro que les garantice una vejez sin sobresaltos. Lo uno es contingente y aventurado por definición; lo otro, conservador y cauteloso por esencia. Poner a convivir bajo idéntico techo universos tan antitéticos viene a ser lo mismo que encerrar juntos a una manada de lobos con un rebaño de ovejas en la esperanza de que el roce cotidiano termine por generar una plácida convivencia fraternal entre ellos. Bien, pues exactamente en eso consiste la actividad bancaria. Véase, si no, cuál es la estructura del balance de cualquier entidad de crédito. En un columna, la del debe, figura el dinero entregado para su custodia por las ovejas; en la otra, la del haber, consta la parte de esos mismos fondos encomendada en régimen de administración temporal a lobos.

Si la economía no se moviera por ciclos, convulsiones bruscas de la actividad que la abocan a crisis periódicas, ese matrimonio contranatura entre el ahorro y el crédito ya sería intrínsecamente inestable. Pero es que el carácter cíclico del capitalismo lo condena a constituirse en uno de los principales factores, si no el primero, de vulnerabilidad que amenazan la supervivencia misma del sistema. Una buena pregunta sería interrogarse por quién fue el insensato que propuso la creación de semejante modelo bancario. Aunque la respuesta se antoja desoladoramente simple: no lo propuso nadie. Es algo demasiado absurdo e irracional como para que se le ocurriese a mente sensata alguna. La banca que conocemos constituye una anomalía histórica que no se supo corregir en su momento. Los bancos de reserva fraccionaria nacieron y crecieron al mismo tiempo que la industria de los crecepelos, cuando el Estado dejaba hacer y no se ocupaba de esos asuntos.

Hubo entonces que esperar a la Gran Recesión para que el sistema financiero demostrase por vez primera que es mucho más peligroso que una pistola en manos de un ciego. Algo, por cierto, que nada tiene que ver con que la propiedad de las entidades sea privada o pública: su potencial nocivo resulta el mismo en un caso u otro. La titularidad jurídica es algo irrelevante. Así las cosas, lo de ahora, el que todos los Estados de Europa se hayan tenido que endeudar hasta el cuello para salvar a los bancos de sí mismos, no constituye más que un déjà vu. Una de las paradojas de la economía es que los problemas muy, muy graves a veces tienen soluciones muy, muy sencillas. Es el caso que nos ocupa. Porque acabar de un plumazo con esa inestabilidad ruinosa sería fácil. El Plan Chicago, por ejemplo, propuesta elevada a Roosevelt de los economistas más prestigiosos de Estados Unidos, con Irving Fisher a la cabeza, postulaba algo tan elemental como desligar los depósitos de los ahorradores del crédito bancario.

Los bancos no podrían prestar a terceros ni un céntimo del dinero de los ahorradores. Ni un céntimo. Invertirían el 100% de esos fondos en títulos del Tesoro. Y punto. El riesgo intrínseco asociado a la concesión de créditos recaería en sociedades financieras que prestarían los recursos de sus accionistas, sin fondos de garantía de depósitos ni respaldo estatal a sus operaciones. Sencillísimo y eficaz. Por eso, grandes economistas posteriores, como Milton Friedman, Tobin (el de la tasa) o Paul de Grauwe, siguieron apoyando la idea del Plan Chicago tiempo después, cuando el Partido Demócrata, acogotado ante el enfado de Wall Street, ya había olvidado el asunto. Porque, al menos en eso, se puede. Claro que se puede. Léanse, si no, las propuestas al respecto de Antonio Quero, una de las cabezas más lúcidas (y desaprovechadas) de la socialdemocracia española. Lo dicho, se puede.

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