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José García Domínguez

Los cerdos suecos y las camareras de Cádiz

Mientras la productividad de nuestro turismo de borrachera y alpargata continúe arrastrándose cada vez más por los suelos, los sueldos medios también

Al modo de lo que suele ocurrir con la política, la Teoría Económica también hace extraños compañeros de cama. Tan extraños que muchas veces resulta difícil siquiera identificarlos. No es raro que los malos economistas, como Luis de Guindos pongamos por caso, se hayan revelado incapaces de entrever la relación que de antiguo mantienen los cerdos suecos con las camareras de Cádiz. Algo que los buenos economistas, como Jordi Sevilla o Antonio Roldán, sí han acertado a comprender. De ahí que los malos economistas continúen siendo decididos partidarios de la reforma laboral, mientras que los buenos suelen mostrarse escépticos con ella. Asunto en apariencia anecdótico, extravagante y trivial, ese del vínculo entre los gorrinos nórdicos y las empleadas de hostelería gaditanas encierra la clave del futuro económico de España. Pero expongamos ya cuál es la relación. Resulta sabido que cualquier trabajador de la industria de exportaciones cárnicas empleado en una factoría de las afueras de Estocolmo ingresa un sueldo superior al de cualquier trabajador de la industria de exportaciones cárnicas de las afueras de Madrid. Divorcio salarial, el que se da entre Estocolmo y Vallecas, que, por lo demás, no esconde ningún misterio.

En las empresas nórdicas del sector se gana más porque la productividad de los trabajadores es más alta. Y es más alta porque la tecnología de que disponen es mejor. En consecuencia, dado que el precio de los derivados cárnicos tiende a uniformarse en todo el mercado europeo, los de allí pueden cobrar más que los de aquí. ¿Pero y las camareras? ¿Cómo se explica que una camarera de Cádiz cobre también mucho menos que una camarera de Estocolmo? Porque ahí la tecnología, si podemos llamar tecnología a la bandeja cargada de platos que ambas acarrean entre las mesas y la cocina, resulta ser la misma. Pues por una razón sencilla: porque si en el restaurante de Estocolmo le pagasen menos, la camarera sueca se iría a pedir trabajo en una factoría de envasados alimenticios para la exportación que le pagaría más. Alternativa de la que no dispone su colega andaluza. Sorprendente consecuencia contraintuitiva: las retribuciones de todos los sectores de un país dependen siempre del nivel de los sueldos que impere en las empresas exportadoras.

Los que venden sus producto al extranjero determinan, sí, lo que ganará el resto de la población. Y resulta que en España solo hay dos grandes sectores exportadores: el turismo y la industria (lo que queda de ella). Ergo, la productividad de los chiringuitos de playa de Torremolinos y Benidorm constituyen los determinantes últimos del nivel salarial en el conjunto de España. En inobjetable consecuencia, mientras la productividad de nuestro turismo de borrachera y alpargata continúe arrastrándose cada vez más por los suelos, los sueldos medios de la economía hispana seguirán arrastrándose cada vez más por los suelos. Y otro tanto, en fin, procede decir de la industria. Las consecuencias distributivas de nuestro modelo productivo son así de tristes y de cutres. Un modelo triste y cutre que en gran medida es consecuencia, que no causa, de nuestra particular legislación socio-laboral. Por eso procede demoler, y cuanto antes, la reforma: porque constituye el fundamento jurídico, filosófico y político sobre el que se sustenta toda esa inmensa, enorme, infinita cordillera de ineficiente mediocridad.  

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