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Carmelo Jordá

Jordi Cruz y sus becarios tienen razón

Los que quieren dedicarse a la gran cocina saben lo que tienen que hacer, y los que no tienen ni idea de nada se llevan las manos a la cabeza.

Los que quieren dedicarse a la gran cocina saben lo que tienen que hacer, y los que no tienen ni idea de nada se llevan las manos a la cabeza.
Twitter Jordi Cruz

La última polémica económica se ha montado alrededor de los restaurantes de lujo y los aprendices que trabajan en ellos sin cobrar. La cosa ha generado cierto nivel de escándalo, básicamente porque los de siempre han aprovechado la ocasión para la demagogia y, sobre todo, para demostrar que no tienen ni idea de economía.

Tan ignorantes son como para relacionar el sueldo de un becario con el precio del menú, cosas que obviamente no tienen absolutamente nada que ver. Pero hay otra cosa peor, que es cuando demuestran aún más mala fe que desconocimiento en el aspecto principal de la cuestión: la voluntariedad de la relación económica –y educativa– entre un cocinero con estrellas Michelin y el joven que, porque él quiere, trabaja y aprende en su restaurante.

A nadie lo obligan a ser cocinero, que sepamos no hay casos de jóvenes con vocación de ingeniero forzados a dedicarse a la alta gastronomía, y tampoco he visto nunca –y creo que el asunto habría saltado a los medios– cuadrillas de chefs capturando a aprendices que, contra su voluntad, son llevados a restaurantes en los que lavan platos a punta de látigo encadenados de sol a sol, como quien recoge algodón.

Comparar lo que ocurre en los restaurantes con la esclavitud, por tanto, no sólo es una estupidez supina, es realmente un insulto y una banalización de uno de los grandes dramas de la historia de la Humanidad, para el que, vaya por Dios, parece que no queda memoria histórica.

Y la comparación es especialmente denigrante cuando sale de las privilegiadas cabezas de aquellos que no han conocido otro entorno laboral que un departamento universitario en el que no daban ni golpe, una beca black de investigación por la cara o una concejalía en el ayuntamiento de papá.

Cualquiera que conozca incluso de lejos el mundo de la alta gastronomía sabrá que a los cocineros se les empieza a evaluar por sus maestros –"trabajó con…" es la frase con la que empiezan todos los CV–; que la formación académica es extraordinariamente cara –hablo de decenas de miles de euros por un curso probablemente menos útil que ser becario en un restaurante de prestigio–; que, en suma, el aprendiz que pasa un año trabajando gratis para Jordi Cruz, por ejemplo, no sólo está invirtiendo en su futuro, sino que lo está haciendo de una forma más eficaz y a un coste bastante menor que otras alternativas que ofrece el mercado, que tampoco es que sean muchas.

En fin, que los que quieren dedicarse a la gran cocina saben lo que tienen que hacer y lo hacen, y los que no tienen ni idea de nada pero quieren enredar en las vidas de los demás se llevan las manos a la cabeza, se toman otra ronda de demagogia barata y luego quedan a comer con Ferreras en garitos de mucho postín, seguro que tras pasar por la cocina y pedir los contratos y las nóminas de todo el mundo, no sea que ahí estén esclavizando a alguien.

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