Los 350 empleados de Eulen en el aeropuerto de El Prat se ocupan de verificar que ningún viajero franquea el arco de seguridad con una bomba en el equipaje de mano. Parece de Perogrullo recordar que la existencia de arcos de seguridad en los aeropuertos obedece al no menos existente terrorismo. Y, sin embargo, rara es la información sobre la huelga que incida en ello, una omisión de la que también cabría responsabilizar a los huelguistas, pues, que yo sepa, ningún miembro del comité de empresa ha trazado el vínculo que convierte su trabajo en un desempeño crucial para la seguridad ciudadana.
Quienes, hace tres años, efectuaban esa misma labor, entonces contratados por la empresa Prosegur, cobraban en torno a los 1.300 euros netos al mes, bonificaciones incluidas. La subrogación a Eulen conllevó un recorte de 200 euros, y hoy en día ningún operario recién incorporado supera los 900. La conclusión es estupefaciente. A medida que la amenaza yihadista se ha ido recrudeciendo, los responsables de escrutar, a través de la pantalla del escáner, todos y cada uno de los recovecos de bolsas y maletines han visto cómo su nómina iba adelgazando. No sé ustedes, pero a mí, como viajero ocasional, me preocupa que en un puesto tan sensible cunda la desmotivación.
Y eso no es todo. Al magro salario se añade la falta de personal, lo que se traduce en la institucionalización de las horas extras, con jornadas de hasta 16 horas. Hablamos de una tarea, insisto, que exige un alto grado de concentración. Si nos topamos con uno de esos camareros que rayan en la maestría eludiendo la mirada del cliente, podemos impacientarnos o, a lo sumo, desesperarnos. Un vigilante que al término de su segundo turno, con las pestañas abrasadas de ver pasar cientos y cientos de maletas, no distinga una pistola de un zapato nos podría acarrear otra clase de problemas.
La queja, obviamente, ha de elevarse a AENA, que ha adjudicado el servicio de forma irresponsable, esto es, a sabiendas de que el precio de licitación era insuficiente para prestarlo. El tipo de ángulo muerto, en fin, que en Madrid provocó el colapso de la recogida de basuras en tiempos de Ana Botella, o que en Barcelona, según se ha sabido estos días, ha redundado en un fraude de cerca de 3,3 millones de euros en la gestión de residuos. Y que aconseja que el Estado siga ejerciendo, siquiera en estos sectores, su deficitaria y perfectible paternidad.