Tras meses de largas y complejas negociaciones, las autoridades comunitarias y el Gobierno británico han alcanzado un principio de acuerdo para cerrar la primera fase del Brexit, el proceso por el cual Reino Unido abandonará la UE. La debilidad política de la primera ministra conservadora, Theresa May, cuyo liderazgo ha sido cuestionado dentro y fuera de su propio partido, ha supuesto una dificultad añadida a una negociación que, ya de por sí, se auguraba difícil, después del inesperado triunfo de los antieuropeístas en el referéndum que tuvo lugar en junio de 2016.
Sin embargo, Bruselas y Londres han cosechado, finalmente, los avances suficientes sobre los términos del divorcio como para pasar a la segunda fase, consistente en configurar la futura relación política y comercial entre ambos. El acuerdo alcanzado versa sobre los derechos de los europeos que residen en Reino Unido y los británicos que viven en la UE, cuyas actuales condiciones se mantendrán intactas, así como de la factura económica de la salida, que rondará los 45.000 millones de euros, y la frontera irlandesa, donde el statu quo vigente también continuará.
Pese a ello, todavía quedan numerosas dudas por dilucidar, puesto que algunos términos del acuerdo siguen siendo poco transparentes. Además, aún hay que definir el período de transición por el que Reino Unido dejará de ser miembro de la Unión. Pero el reto más importante, sin duda, es el que habrá que afrontar a partir de ahora: determinar el futuro marco de relaciones entre Londres y Bruselas, especialmente en materia económica y comercial.
Un buen acuerdo será aquel que minimice al máximo el coste de la fractura, puesto que la economía británica es uno de los principales socios comunitarios, al tiempo que buena parte de las exportaciones de las islas se dirigen hacia el resto de países europeos. Pero una cosa es establecer un nuevo marco comercial que resulte mutuamente beneficioso y otra muy distinta que la salida no implique costes de ningún tipo. La UE es un club cuya entrada requiere una serie de condiciones para beneficiarse de las ventajas del mercado común y, por tanto, la salida implicará perder buena parte de las mismas, ya que, de lo contrario, el hecho de ser un país miembro carecería de sentido.
Si Reino Unido rechaza acatar los principios comunitarios más básicos, como es la libre circulación de europeos, pasará a ser considerado un tercer país en materia comercial a todos los efectos, de modo que habrá que renegociar un acuerdo desde cero, a imagen y semejanza de los recientes tratados comerciales alcanzados con Canadá o Japón.
El futuro económico de Reino Unido fuera de la UE dependerá a partir de ahora del buen o mal tino que demuestren sus gobernantes. La UE, por su parte, debería reflexionar profundamente sobre su naturaleza y aspiraciones para evitar convertirse en una especie de súper estado ideado por y para burócratas, puesto que tal deriva generará futuras tensiones insalvables. La UE de los políticos debería transitar hacia la Europa de los mercaderes, cuya semilla ha posibilitado el mayor período de crecimiento y paz del continente en siglos. Es decir, más Europa y menos Bruselas.