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José T. Raga

A por la brecha

Si yo fuera empresario y esta proposición de ley acabara siendo económicamente irracional, no dudaría en deslocalizarme.

¿Por qué lo natural cuesta tanto de aceptar? ¿Por qué la ideología ciega a quien la profesa, reduciéndole a la incoherencia?

Muchas veces pienso que quienes nos gobiernan y quienes desearían hacerlo, incluidos los que se supone que nos representan, evitarían muchos despropósitos si, simplemente, abrieran los ojos y mirasen a su alrededor.

Situado en el coso de nuestra España, contemplo, en ocasiones estupefacto, la lidia diaria. Es verdad que, de vez en cuando, los problemas los crean los propios artífices del espectáculo. Aun así, no es fácil alterar mi estado de ánimo, confiando como confío en los poderes compensadores.

Con frecuencia, en charlas de amigos y hasta en tertulias radiofónicas, he sido tachado de providencialista por mi actitud ante los discursos políticos en período electoral. No es providencialismo –eso es otra cosa–, sino la convicción de la vigencia del principio ancestral de que lo que no puede ser, no es. Sin embargo, en este momento no lo tengo tan claro.

Aprovechando la acalorada, aunque estéril, discusión en torno al sexismo, y defendiendo la igualdad de todos los hombres (genérico), relativicé el efecto del discurso al considerar que poco más podría decir cualquier ley que no esté en las vigentes.

La cosa cambia cuando hablamos de brecha salarial y proponemos sanciones a las entidades en las que se detecte. La brecha salarial no sólo puede darse entre hombres y mujeres, sino entre los propios hombres y entre las propias mujeres.

Comprendo que estamos ante la vieja aspiración del marxismo –igualdad salarial para todos–que, de hecho, nunca se ha dado en país alguno. No obstante, entendía que el runrún en los partidos de izquierda llevara a alguno de ellos a proponer una ley que podría equipararse, por sus efectos, a un acto de terrorismo económico.

¿Pero es que los políticos no miran a su alrededor? A poco que abran los ojos comprobarán que la igualdad entre los hombres (genérico) es la esencia del género humano; todos iguales, libres y racionales, sin otro requisito.

En lo demás, todos somos diferentes: hay mujeres y hombres; hay niños, adultos y ancianos; hay altos y bajos, obesos y esbeltos; hay listos y torpes, trabajadores y holgazanes; hay desprendidos y codiciosos, productivos y estériles. Una lista de desigualdades tal que concluiría en: cada trabajador, según su perfil, un salario.

¿Y se proponen penalizar las brechas salariales? ¿Estas diferencias no importan para fijar salarios singulares?

En la Unión Soviética de los setenta nadie aceptaba dirigir una empresa por la escasa brecha salarial que comportaba tal responsabilidad. Reacio a aumentar la brecha, Brézhnev optó por lo peor: un premio político –incorporación al soviet correspondiente–; diez años después, tampoco sería suficiente.

Si yo fuera empresario y esta proposición de ley acabara siendo económicamente irracional, no dudaría en deslocalizarme.

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