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Amando de Miguel

Falacias fiscales

El nudo de la cuestión está en que unas personas tienen más facilidades legales para repercutir en otras el importe de los impuestos que pagan.

Todo esto de los impuestos es demasiado importante como para dejarlo en manos de los expertos. Desde luego, se agradece que los llamen "impuestos", porque se imponen. Mejor todavía "tributos". Lo de "fiscal" alude al fisco, la cestita que se pasa en las iglesias para el óbolo que dan los feligreses voluntariamente y con el mayor espíritu. Pero los impuestos son obligatorios, coercitivos. Nada de cestita; el símbolo mejor es el trabuco.


Desde hace cuarenta años venimos oyendo los españoles la cantinela de que van a bajar los impuestos, los están bajando, plantean reformas fiscales para que paguen más los que más tienen o más ganan. En conclusión, la política fiscal de todos los Gobiernos se propone disminuir las desigualdades de renta en la población. Claro está, si se hubieran cumplido tales anuncios y promesas, ya no habría ni ricos ni pobres; todos perteneceríamos a una amplia capa igualitaria. Nada de eso se ha producido. Es más, cunde la sospecha de que, después de tanta reforma, los ricos evaden legalmente sus obligaciones fiscales con la mayor naturalidad. Eso, sin entrar en el ominoso capítulo de la llamada corrupción. De la cual, como en el caso del iceberg, solo vemos la parte que asoma por la superficie. En definitiva, las declaraciones de los políticos de turno sobre el particular son más falsas que los euros de plástico.

La realidad vivida y doliente nos dice que cada vez menudean más los impuestos de todo tipo, incluidos multas, recargos y todo tipo de pagos directos o indirectos al voraz Fisco. Nos cobra incluso un 5% de interés si nos acogemos a la necesidad de tener que fraccionar los pagos a Hacienda.

Sobre el particular abundan las declaraciones falaces de los políticos, sean del Gobierno o de la oposición. Por ejemplo, en estos días aparece como desiderátum igualitario y progresista la propuesta de la izquierda para que las pensiones de los jubilados suban cada año en términos nominales el equivalente del índice de precios al consumo. Aparte de que ese indicador sea poco válido, el hecho es que, si se cumpliera tal exigencia (que el Gobierno no la admite) el nivel de vida de los jubilados se consideraría estanco. Es decir, los pensionistas en esas condiciones no se beneficiarían del índice de crecimiento económico, que supera oficialmente el 3% en términos reales. Más valdría considerar cuánto sube el precio de la electricidad o de los medicamentos para percatarnos de que el nivel de vida de los pensionistas es cada vez más bajo.

Otra falacia es que el monto (ahora se dice "montante") de los impuestos se destina mayormente al "gasto social". No señor. La mayor parte de lo que recaudan las Administraciones Públicas (pues son varias) se destina al pago del personal, incluido un número creciente de puestos "a dedo". Un gasto que crece sin parar es el destinado a mantener los partidos y sindicatos. No se entiende muy bien por qué un contribuyente cualquiera (ahora se dice "ciudadano") deba sufragar obligatoriamente el partido o sindicato con el que no se identifica. No parece que tal obligación responda a los ideales de libertad e igualdad.

El nudo de la cuestión está en que unas personas tienen más facilidades legales para repercutir en otras el importe de los impuestos que pagan. El caso eminente es el de los comerciantes, profesionales, empresarios y en general todos los que venden algo a otras personas. Es muy fácil que traten de trasladar el aumento de sus impuestos en los precios de lo que venden. Pero resulta que las otrora llamadas clases pasivas lo son porque no venden nada. Es decir, son las que realmente se tragan los impuestos, incluso aunque parezca que se los "devuelven" en la declaración de la renta.

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