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José T. Raga

Se veía mal

Muy atrás queda el objetivo de déficit del 2,2%; tan así que pienso que seríamos muchos los que firmaríamos encantados para que no superara el 3%.

En efecto, ya al término del primer trimestre se veía poco probable que cumpliéramos con el déficit previsto; de hecho, junto a los agoreros nacionales, también la Comisión Europea mostraba sus dudas acerca del resultado exitoso de la gestión pública, al menos en lo que a control del déficit se refiere.

Ahora, con las promesas, las dádivas y el diálogo –convertido en objetivo del nuevo Gobierno– con las peticiones de agentes, subagentes y figurantes económicos, políticos y sociales, el panorama ha ganado tristemente en claridad, viéndose inalcanzable la previsión inicial.

Muy atrás queda aquel objetivo de déficit para 2018 del 2,2% del PIB; tan así que, a estas alturas, pienso que seríamos muchos los que firmaríamos encantados para que el nivel de desequilibrio en las cuentas públicas no superara el 3%. Pero, aun en el caso de que así fuera, estamos hablando de que nuestro déficit sería algo más de cuatro veces el promedio de la Zona Euro, que se espera no superior al 0,7%.

Ya sé que muchos exclamarán: ¡qué vergüenza! Es muy comprometido vivir en una sociedad en la que los demás cumplen con el objetivo marcado y nosotros no. Pero hace diez años que esto es así, y muchos españoles sentimos esa vergüenza, mientras nuestros gobernantes consiguen vivir sin perder un minuto de sueño.

En la zona del optimismo, habrá quien considere que las medidas que cada día anuncia el presidente Sánchez se encargarán de resolver el problema. Mi opinión reside en otro lugar porque, de las medidas anunciadas, eliminadas las contradictorias y las ya olvidadas –se había propuesto eliminar los privilegios en pensiones de los parlamentarios, pero desde que Sánchez es presidente nada ha mencionado–, hay una diversidad de ellas, pero ninguna que pretenda reducir el gasto.

Bueno, dirán, pero sí hay algunas medidas que pretenden subir los impuestos, con lo cual, si aumentan los ingresos, aunque no disminuya el gasto, se reducirá el déficit, que es de lo que estamos hablando. Ya me agradaría que fuera así.

Un aumento de los impuestos, para la economía real, supone un aumento de costes, que incide en los respectivos agentes productivos y de consumo, de modo que el resultado último acaba siendo la contracción de la tasa de crecimiento, con posible reducción neta del PIB y, consecuentemente, aumento del déficit.

Invito a que cada uno –quien desee hacerlo– se mire a sí mismo y concluya en qué efecto, sobre su economía, tendría un aumento de impuestos –no importa que se trate del IVA, el IRPF, o del Impuesto sobre Carburantes–. Pues lo mismo ocurriría en una dimensión macroeconómica.

Omito, por consideración a los lectores, el resultado al que les llevaría la reflexión sobre el efecto que tal aumento de impuestos produciría sobre el bienestar personal, familiar y del de su propia nación de pertenencia.

Tampoco olviden, como hemos dicho en otras ocasiones, que el déficit de hoy supone una mayor deuda mañana.

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