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José García Domínguez

El mito de los impuestos 'revolucionarios'

Es el mercado, no el Estado, quien combate la desigualdad extrema entre nuestros socios y vecinos del Norte.

Es el mercado, no el Estado, quien combate la desigualdad extrema entre nuestros socios y vecinos del Norte.
Pablo Iglesias y, en segundo plano, el doctor Pedro Sánchez | Moncloa

Muerto y embalsamado el viejo mito de la revolución, a la izquierda, tanto a la socialdemócrata de siempre como a esa otra emergente de ahora mismo, le quedó un sucedáneo para llenar su vacío: el mito de los impuestos, la querencia voluntarista de que el sistema tributario posee el potencial prometeico capaz de transformar la faz del orden social generado por el capitalismo realmente existente. La Fe, así, con mayúscula, de que con los impuestos, y solo con los impuestos, se pueden alterar de raíz las grandes desigualdades en la distribución de la renta que presente un país cualquiera constituye acaso la última rémora intelectual del pensamiento utópico que, paradojas de la historia de las ideas, caracterizó al socialismo que se llamaba a sí mismo científico. Y de ahí que Sánchez e Iglesias aún semejen creer con la rendida devoción del carbonero en ese atajo mítico, el de la fiscalidad progresiva, para transformar la sociedad de arriba abajo. Razón por la cual cualquier política que en España se reclame de izquierdas pase de modo rutinario por un incremento de la presión fiscal.

Los dirigentes de nuestra izquierda, tanto los de la nueva como los de la vieja, no parecen ser conscientes de la evidente paradoja crónica que caracteriza al Estado del Bienestar español. Así, ocurre que nuestro régimen tributario es más redistributivo que los de países como Holanda, Suiza o Alemania. Dicho de otro modo, España, su Estado, reparte la riqueza entre los de arriba y los de abajo de un modo más acusado e igualitario que esos otros tres países de la Europa rica del Norte. Somos más socialistas que los alemanes, los suizos o los holandeses. Y, sin embargo, es evidente para cualquiera con dos ojos en la cara que, sin necesidad de consultar las estadísticas oficiales de Eurostat sobre el particular, las diferencias de nivel de ingreso y de vida entre ricos, menos ricos y pobres resultan mucho más acusadas entre nosotros que entre ellos. Nuestro Estado reparte la riqueza más que los suyos, pero, a pesar de eso, ellos sufren una desigualdad mucho menos acusada que nosotros. Y la explicación del aparente misterio es simple. En Holanda o en Suiza hay mucha menos desigualdad social que en España no por razón de los impuestos más altos o más bajos, sino porque el propio mercado genera por sí mismo niveles de renta más igualitarios sin necesidad de que el Estado intervenga para nada. Es el mercado, no el Estado, quien combate la desigualdad extrema entre nuestros socios y vecinos del Norte.

Todos ellos, y recurriendo cada uno por su parte a un amplísimo abanico de políticas económicas e industriales que no tienen nada que ver con la tributación, han procurado moldear una estructura económica nacional que rehúye la proliferación de sectores empresariales caracterizados por bajos niveles de productividad, los que inevitablemente llevan asociados los bajos salarios. En Alemania, Suiza u Holanda, tan importante es para sus dirigentes políticos la promoción de nuevas empresas en sectores de futuro como la intervención activa de los poderes públicos para desincentivar el incremento de las iniciativas empresariales vinculadas a los sectores de bajos salarios, el principal catalizador de las grandes desigualdades de rentas que presenta la economía española junto con la griega y portuguesa. Porque la desigualdad extrema, y esa es la gran lección de la liberal Suiza, no se elimina con más impuestos a los ricos, sino con políticas industriales activas que alteren la calidad del modelo productivo de un país. Frente al mito legendario de los impuestos, la realidad prosaica de la eficiencia gestora.

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