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José García Domínguez

La trastienda de Bankia

El genuino problema de Bankia fue su nacimiento mismo, no el derivado de sus agónicas carencias de capitalización posterior.

El genuino problema de Bankia fue su nacimiento mismo, no el derivado de sus agónicas carencias de capitalización posterior.
Rodrigo Rato en la salida de Bankia a bolsa | Archivo

Bankia, el monstruo sistémico que provocó la necesidad perentoria de solicitar el rescate encubierto de España por parte de Bruselas, nunca debió de haber nacido. Porque el genuino problema de Bankia, más allá de las eventuales responsabilidades penales de Rodrigo Rato en su proceso de salida a Bolsa, las que ahora se juzgan, fue su nacimiento mismo, no el derivado de sus agónicas carencias de capitalización posterior. Y es que algún día los historiadores económicos tendrán que ponerse a buscar una hipótesis de trabajo razonable que les sirva para explicar por qué, allá por el mes de julio de 2011, en plena vorágine de la Gran Recesión, el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, decidió emplear todo el poder de convicción que le daba su poder de firma en el Boletín Oficial del Estado para aconsejar a los presidentes de las principales compañías cotizadas en el Ibex que acudieran a la salida al parquet de Bankia.

Se trataba de evitar, se les dijo entonces a los contribuyentes, el pánico, ese conocido fenómeno del histerismo gregario que puede llevar a la quiebra de un sistema financiero todo, vía retiradas masivas de depósitos, por culpa del miedo colectivo e irracional de los depositantes ante la insolvencia de una entidad crediticia concreta. Había que evitar a toda costa ese riesgo, se insistió, de ahí que procediese llevar a cabo el proceso de fusiones teledirigido desde la La Moncloa que concluiría en el alumbramiento apresurado de Bankia. Pero ese argumento, el oficial y oficialista de las parteras institucionales de la criatura, era por entero falaz. Porque España no se podía permitir, y bajo ningún concepto, la bancarrota de un trasatlántico de las dimensiones de Bankia. Pera nada habría pasado, absolutamente nada, si una chalupa como Caja Ávila se hubiese ido a pique en 2010. Y lo que hubiese valido para Caja Ávila también hubiera podido aplicarse, cada una por su cuenta, a Caja Rioja, Caixa Laietana o Caja Canarias.

Hagamos un ejercicio contrafáctico de historia ficción. ¿Qué habría pasado si un juez hubiese declarado en su momento la quiebra técnica de Caja Rioja o de Caja Canarias? No habría pasado nada, nada de nada. Simplemente, a los acreedores se les podrían haber ofrecido por parte del Gobierno dos opciones alternativas. O ponerse a la cola en fila india para tratar de recuperar parte de su deuda en el proceso concursar oportuno, tal como ha ocurrido en otros centenares de quiebras a lo largo de la recesión. O convertir la deuda en parte del capital las entidades de crédito de nuevo cuño surgidas tras el oportuno proceso que llevase a la modificación de la forma jurídica de las antiguas. En cuanto al potencial brote de pánico entre los ahorradores, el Banco Central Europeo hubiese resuelto el incidente sin ningún problema por la muy sencilla vía de ofrecer líneas de liquidez adicionales al resto de los bancos sanos. Todo eso se podría haber hecho desde el Gobierno sin mayor dificultad. Y si no se hizo, fue porque no se quiso, que no porque ninguna otra razón de peso lo hubiera impedido. Porque ni era inevitable crear Bankia, ni tampoco era inevitable el rescate ulterior que aún hoy seguimos pagando entre todos a escote. Así que historiadores van a tener mucho trabajo, aunque Zapatero, el verdadero padre putativo de la criatura, les podría ayudar.

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