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José García Domínguez

A favor de los taxistas (y 3)

El libre mercado es algo que está muy bien hasta que uno se ve obligado a competir con cientos de millones de chinos y de indios dispuestos a trabajar más del doble y a cobrar menos de la mitad por hacer lo mismo.

El desempleado de Madrid que amplió la hipoteca de su vivienda familiar para poder comprar una licencia de taxi, la que le iba permitir acceder a unos ingresos estables de clase media, y que ahora mismo ya se sabe abocado a un destino incierto de mileurista precario porque una aplicación informática dirigida y gestionada desde otro continente, a miles y miles de kilómetros de su país, ha venido para acabar con su sector profesional. El empresario textil de Milán que, tras toda una vida de esfuerzo serio y de dedicación a mejorar el diseño y la calidad de su producción, descubre desolado que tiene que competir, y de igual a igual, con unos exportadores chinos que revientan los precios en el mercado italiano hasta niveles inalcanzables para él gracias a contar con una mano de obra retribuida con sueldos inconcebiblemente bajos e inadmisibles en Occidente. Las kellys que cobran dos euros (¡dos euros!) por limpiar a conciencia una carísima suite de cualquier hotel de cinco estrellas en Barcelona; una tarifa profesional que nada tiene que ver con la productividad laboral de esas profesionales y que, en cambio, todo tiene que ver con el desmesurado incremento de la oferta de trabajadores poco cualificados que conllevó la inmigración masiva recibida por nuestro país en los tiempos del boom inmobiliario, algo que ha hundido de modo permanente los salarios en ese sector.

Los chalecos amarillos cuyo nivel de vida, aunque no trabajen como transportistas profesionales, depende de forma crítica del precio del combustible barato –hasta ahora, el gasoil–, ya que se ven obligados a residir cada vez más lejos de París y de las grandes ciudades de Francia a las que tienen que acudir cada mañana para ejercer sus oficios, ciudades todas ellas con precios inmobiliarios siderales (el promedio del metro cuadrado construido en París está a 10.000 euros, frente a los 17.000 euros, también en promedio, de Londres). Lugares que han alcanzado, al igual que ya ocurre aquí con los núcleos centrales de Madrid y Barcelona, precios hasta hace bien poco tiempo inimaginables merced al efecto combinado de las plataformas de alojamiento turístico del tipo Airbnb y de la simultánea irrupción de una nueva clase de profesionales autóctonos, la vinculada a las grandes cadenas de valor integradas en la economía global, gente que dispone de unos ingresos salariales muy altos que permiten afrontar semejantes tarifas.

El habitante, en fin, de las Islas Baleares que aún sigue sin entender a estas horas cómo fue posible que su región, la más turística de España, haya dejado de ser el territorio más próspero y rico del país, puesto que ocupó durante toda la década de los sesenta y la de los setenta, para caer a la séptima plaza en renta per capita (hasta la provincia de Lérida, que vive de la agricultura, posee hoy un nivel de renta personal superior al de Baleares). Una decadencia acelerada, la de Baleares, que tiene su causa última en los sueldos cada vez más bajos de unos trabajadores inmigrantes cada vez más numerosos en su sector hotelero y hostelero. Porque el libre mercado es algo que está muy bien hasta el instante preciso en que uno mismo se ve obligado a competir con varios cientos de millones de chinos y de indios dispuestos a trabajar más del doble de tiempo y a cobrar menos de la mitad de dinero por hacer lo mismo. A partir de entonces ya empieza a no estar tan bien. Si quieren descubrir cuál es el secreto de que los populistas suban como la espuma en todos los rincones de Occidente, dejen por un instante de insultar a los taxistas y empiecen a seguir esa pista.

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