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José T. Raga

Los vaticinios acaban cumpliéndose

La deuda pública debería preocupar tanto –o más– como a cada uno de nosotros nos preocupa la deuda privada familiar.

Si fuera más agorero, no dudaría en titular estas líneas así: "Los vaticinios, sobre todo si son adversos, acaban cumpliéndose siempre". Aunque también cabría añadir que los responsables siempre encontrarán explicaciones para, como Pilatos, lavarse las manos.

Por otro lado, el pueblo sufridor, ese pueblo al que pertenecemos ustedes, queridos lectores, y yo, seguirá poniendo cara de que le han convencido, aunque nadie, ni el más ingenuo, se encuentre en esa situación.

Atrás quedaron las elecciones –generales, municipales, autonómicas y europeas–, en cuyas campañas los que aspiraban a padres de la patria nos obsequiaron con toda una serie de promesas, el Gobierno incluso con decretos halagüeños, con el propósito claro de atraer votos, conscientes o inconscientes.

Transcurrida una semana de tranquilidad, aunque no con menos dudas de las de antes de los acontecimientos político-parlamentarios, los que quedaron en la oposición nos recuerdan lo que decían, porque seguramente nunca podremos comprobar si eran verdad o mentira.

Los del Gobierno en funciones ya explican que, como siempre, estamos equivocados al interpretar los efectos de sus obsequios de última hora –al fin y al cabo, no les importaban los efectos, sino la captación de votos– y que los datos que arrojan las estadísticas financieras públicas tienen un efecto calendario que, como ignorantes que somos, no tenemos en cuenta.

Me refiero a eso que el deformado lenguaje actual llama colectivos de funcionarios, empleados públicos y pensionistas; en otras palabras, aunque me cueste aceptarlo, un colectivo de unos once millones de votantes, con sus familias respectivas y algún amigo, que también los hay. Intentarlo, al menos, merecía la pena.

Lo que no creo que merezca la pena es el pronóstico más fiable de cómo se va a desviar el déficit presupuestario, por muchas explicaciones que dé la ministra de Hacienda en funciones.

Ésta, la dicha señora ministra, desde la ética que pregonan las izquierdas, y concretamente el PSOE, debería advertir a hijos y nietos de estos colectivos, que constituyen, a su vez, otro colectivo, que tendrán que pagar en sus años de cotización la generosidad que el Gobierno ha tenido con sus mayores.

Esta advertencia completaría el marco, no con demasiado favorable, de la captación de voto previa a las elecciones. Pero, además, cualquier Gobierno responsable debería en estos momentos tratar de liquidar los presupuestos en superávit, dedicando tal excedente a amortizar deuda soberana del Estado.

La deuda pública debería preocupar tanto –o más– como a cada uno de nosotros nos preocupa la deuda privada familiar, hipotecaria o no. Suponer que la visión macroeconómica de la deuda contraída por el Estado es distinta a la visión microeconómica de la deuda familiar es un error que puede conducir a la quiebra.

Piénsese en qué pasaría si países muy endeudados, como Grecia, Italia o España, por este orden, no estuvieran bajo el paraguas de la Unión Monetaria Europea.

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