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¿Y si todos nos hiciéramos 'un Greta'? Las consecuencias del discurso catastrofista

La joven sueca gritó en la ONU: "¿Cómo os atrevéis a hablarme de economía?". En LD, analizamos cuáles serían los efectos de replicar su forma de vida.

La joven sueca gritó en la ONU: "¿Cómo os atrevéis a hablarme de economía?". En LD, analizamos cuáles serían los efectos de replicar su forma de vida.
Greta Thunberg, rodeada de jóvenes con el puño en alto, esta semana, en la COP-25 de Madrid. | Europa Press

La gente está sufriendo. La gente muere. Hay ecosistemas que están colapsando por completo. Estamos al inicio de una extinción masiva y de lo único que podéis hablar es de dinero y de cuentos de hadas sobre un crecimiento económico eterno. ¡Cómo os atrevéis!

Greta Thunberg, Sede de la ONE, Nueva York. 23 de septiembre de 2019

Es el discurso del año. Para bien o para mal, eso dependerá de los gustos. Pero son las palabras más repetidas de los últimos meses. De hecho, todo apunta a que ese "How dare you?" va camino de convertirse en una mezcla de mensaje político e icono pop, que lo mismo sirve para un póster de concienciación, un meme en Twitter o unas camisetas de despedida de soltero.

En cualquier caso, las lágrimas de la joven sueca sí parecen haber logrado el objetivo: lanzar esa idea de que las razones económicas no pueden ser una excusa para ignorar el cambio climático, que las medidas políticas tienen que pasar por encima de los intereses particulares, que la vida en la Tierra no puede resumirse en un balance o en una hoja de cálculo con sus columnas de gastos e ingresos.

Y en esto tiene razón: hay cosas mucho más importantes que el dinero. Aunque se equivoca cuando contrapone esa evidencia con la economía. Desde hace décadas, los expertos analizan las decisiones del ser humano sabiendo que los incentivos que nos mueven son muy diversos. Y sí, el dinero es uno de ellos, pero no es el único ni el más importante: también están el poder, la ideología, el amor, las creencias, los intereses personales, el ocio o el cuidado de los nuestros. Por eso hay tanta gente en todo el planeta (podríamos decir prácticamente todo el mundo) dispuesta a hacer cosas que pueden perjudicar a su bolsillo pero que le hacen sentirse bien. Hay que estar muy mal de la cabeza para vivir sólo pensando en el dinero.

Ahí es a donde se dirige el mensaje predominante estos días y que la joven Thunberg supo resumir de forma tan efectiva: hagamos algo para lograr un enorme bien (la salvación del planeta) incluso aunque eso nos suponga menos crecimiento económico a corto plazo.

Las derivadas

Como explicábamos hace unos días en Libre Mercado, las palabras y los actos de Thunberg tendrían consecuencias muy importantes si todos los imitásemos. Nosotros resumíamos el mensaje que transmite esa ruta en catamarán a través del Océano Atlántico en cuatro grandes apartados:

1. Estamos usando mal la energía (y los combustibles fósiles, peor) y esto genera numerosos perjuicios al planeta y a sus habitantes.

En realidad, el balance neto del uso de energía es extremadamente positivo. Desde hace 200 años, la humanidad ha visto cómo se disparaban todos los indicadores de bienestar (esperanza de vida, consumo de calorías, renta per cápita, mortalidad infantil, años de escolarización, muertes por catástrofes naturales…). Y ha sido el uso masivo de energía barata y sus aplicaciones lo que ha hecho posible este extraordinario desarrollo.

2. Deberíamos viajar menos.

Si se generalizara esta idea, se hundirían las relaciones comerciales y turísticas. Pero no sólo es una cuestión económica o que importe para estos sectores. También provocaría un desplome en los intercambios culturales o sociales: nos conoceríamos menos (quizás no conoceríamos a la propia Greta), con todo lo que eso implica.

2.1 Y si viajamos, que sea en medios no contaminantes, como el catamarán.

En 2018, según las estadísticas de Eurostat, viajaron en avión de Europa a América algo más de 105 millones de personas (80 millones a EEUU+Canadá; 13,6 millones a Centroamérica y Caribe; 13,9 millones a Sudamérica). Imaginemos que el 75% de esos viajes eran prescindibles (y eso es mucho suponer). Pues bien, incluso así: 25 millones de desplazamientos en barco por el Océano Atlántico tendrían unas consecuencias medioambientales terribles (uso de materiales para construir los barcos, impacto en la vida marítima, basura y desechos…), probablemente mucho más graves que los gases que emiten los actuales aviones.

3. No importa si esto supone menos crecimiento.

Replicar el estilo de vida de Greta Thunberg tendría muchas implicaciones económicas y a eso dedicamos este artículo, a analizar en detalle cuáles serían.

4. Nuestro estilo de vida es insostenible: en realidad, lo que habría que preguntarse es si el estilo de vida de Greta (viajes en un catamarán construido por industrias muy avanzadas y con tecnología punta, comida vegana con alimentos que provienen de todas las partes del mundo, saltarse un año escolar…) sería sostenible si todos la imitásemos o si prescindiéramos de la energía o los transportes que demoniza.

El conflicto

En esta ocasión, nos vamos a centrar en el tercer punto, el que se refiere al crecimiento económico. Esa variable que la propia Thunberg nos conmina a ignorar

Lo primero que hay que decir es que el enunciado en sí mismo no tiene mucho sentido. Cuando alguien proclama que hay que prescindir de las energías fósiles habría que preguntarle de cuáles: de la ambulancia que te lleva al hospital si tienes un accidente o de la caldera de carbón que calienta nuestras casas en este frío otoño.

Por supuesto, también sería absurdo lo contrario: decir que cualquier contaminación es válida porque trae aparejados beneficios. Del caso más exagerado (pensemos en una fábrica que envenena las aguas del río que hay junto a su planta) al más habitual (una ciudad con millones de coches) está claro que las energías fósiles tienen un importante lado negativo (los economistas lo llaman "externalidad") y que nadie querría vivir en una ciudad llena de humos, en la que, como pasa en algunas urbes asiáticas, hay que salir de casa con mascarilla cada día. Por eso, porque no es un problema sencillo, hay que hacer un cálculo coste-beneficio. Por poner dos ejemplos un tanto extremos:

  • Imaginemos que nos dicen que reduciendo el uso de la energía el año que viene podríamos detener el cambio climático durante el próximo siglo a un coste único de una caída del 1% del PIB mundial en 2020. Una caída así implicaría un coste enorme y sería muy complicado de manejar políticamente; pero incluso así, muchos (quizás la gran mayoría) pensarían que merece la pena el esfuerzo. Sobre todo, porque, tras ese ajuste, podríamos encarar el futuro habiendo dejado este problema atrás.
  • Imaginemos ahora una región que basa su economía en la fabricación de automóviles. Y les ponen ante la tesitura de cerrar todas sus fábricas, mandar a sus obreros al paro y perder 500.000 empleos, a cambio de una medida que supondrá reducir las emisiones globales de CO2 en un 0,00005% del total. ¿Qué dirán?

Entre estas dos situaciones extremas, lo que queda es la realidad. Una realidad en la que cada decisión tiene costes y beneficios que implican un conflicto que hay que resolver. Vivimos en un mundo de recursos finitos. Por eso, sí debemos atrevernos a preguntarnos qué consecuencias tienen nuestros actos y qué alternativas tenemos antes nosotros.

1. Menos división del trabajo y especialización: la primera consecuencia del estilo de vida gretista es que, como consecuencia del hundimiento en los intercambios comerciales, se reducirían la división del trabajo y la especialización.

Desde 1776, cuando Adam Smith publicó La Riqueza de las Naciones, la mayoría de los economistas han defendido que estas herramientas son dos motores del crecimiento. Simplificando mucho:

  • si un país produce 20 toneladas de trigo y 50 de mantequilla (dedica el 50% de su capacidad y tiempo a cada bien)
  • y otro país produce, con el mismo gasto de recursos, 50 de trigo y 20 de mantequilla
  • tiene sentido que cada uno se especialice en lo que hace mejor y luego comercien
  • sin comercio, tienen un acumulado de 70 toneladas de trigo y 70 de mantequilla; con comercio, alcanzarán las 100 de trigo y 100 de mantequilla (cada país dedica el 100% de su capacidad)

El ejemplo es muy básico. De primero de economía. Pero sirve para ilustrar lo que ocurre si cerramos las fronteras a los intercambios.

Además, hay una segunda derivada: la división del trabajo genera más rendimientos porque cada uno nos dedicamos a acciones más específicas en las que terminamos siendo los mejores. El producto total es el resultante del acumulado de muchos mejores productores que ponen a la venta sus bienes en el mercado. Por eso, sin innovaciones tecnológicas, simplemente con división del trabajo (e imitación del que lo hace mejor), es posible conseguir un fuerte crecimiento económico.

El ejemplo de Smith tenía que ver con una fábrica de alfileres: si cada operario hace un alfiler por sí mismo, no producen mucho; si cada uno se especializa dentro en una suerte de cadena de montaje, la producción se multiplica. Pero para ser productores ultraespecializados, necesitamos del mercado, que nos provee de los bienes que realizan otros productores ultraespecializados.

Un mundo con menos intercambios implica menos especialización, división del trabajo y capacidad de imitación de las mejores prácticas. De hecho, es una situación similar a la que existe durante una guerra o un bloqueo comercial: dos situaciones que casi todos intuimos que perjudican la economía. Aquí hay una disyuntiva que nunca se explica: si un país nos prohíbe comerciar con otro (desde lo que intentó Napoleón con Inglaterra a las guerras comerciales de comienzos del siglo XXI, ha sido una táctica habitual) sentimos que nos provoca un daño terrible y le señalamos con el dedo acusador; pero si nosotros imponemos aduanas que a nuestros empresarios les suponen un coste similar en términos comerciales, se interpreta como una "defensa" del mercado interno o como un castigo al otro país.

De hecho, por alguna razón no muy clara, los mismos que insultan a Donald Trump por aislacionista y por las guerras comerciales con las que amenaza a China o Europa, jalean a Thunberg por sus críticas a la globalización. ¿El Brexit es malo pero prohibir el transporte entre China y Europa es bueno? ¿El muro de Trump nos aísla pero un arancel al transporte aéreo nos libera? Alguien debería explicarlo.

2. Menos horas de trabajo y más caras: como explicábamos hace unos días, el trabajador promedio sueco tiene una productividad/hora de unos 50 euros/hora (redondeando a la baja; la cifra de Eurostat en términos nominales para 2018 es de 57,2 euros/hora). Por lo tanto, para cada uno de sus compatriotas, imitar el viaje de Thunberg por el océano (suponiendo tres semanas en barco y 35 horas semanales de trabajo) implicaría una pérdida de 5.250 euros. Es un pérdida que sufre el propio trabajador y el conjunto de la economía.

2.1 ¿Menos emisiones?

A cambio, el viaje, en teoría, generaría un beneficio medioambiental, la reducción de emisiones. Aquí habría que hacer las cuentas: ¿cuánto se ha dejado de emitir porque una persona viaje en catamarán y no en avión. Esto no es fácil, porque habría que imputar a cada uno las emisiones totales. El cálculo sería algo así:

Emisiones totales de la fábrica durante la construcción del avión + Emisiones totales generadas por el combustible en los viajes en avión

DIVIDIDO POR

Pasajeros transportados por ese avión a lo largo de su vida y Kilómetros recorridos

Y lo mismo habría que hacer con el catamarán.

Está claro que, durante el viaje, el catamarán produce 0 toneladas de CO2. Pero cuidado, quizás durante su fabricación sí se hayan generado emisiones. Además, el denominador para el barco es mucho más pequeño (siete pasajeros y muy pocos kilómetros recorridos). En resumen, habría que hacer el cálculo de emisiones per cápita y kilómetro recorrido: no está nada claro que sea desfavorable al avión.

2.2 La decisión: pero supongamos que sí hay recorte de emisiones; es decir, que las emisiones per cápita por kilómetro son menores viajando en catamarán.

Incluso así, la lógica económica es clara: ¿merece la pena este ínfimo recorte de emisiones a un coste de 5.250 euros? Si generalizamos esa cifra, ¿qué ocurre?

  • PIB Sueco – 475.000 millones de euros (redondeamos las cifras de Eurostat para hacer el cálculo más sencillo)
  • Trabajadores suecos – 4.770.000
  • Coste por trabajador – 5.250 € (50 euros / hora * 105 horas de trabajo perdidas)
  • Coste total – 25.042 millones de euros
  • Coste en términos de PIB de imitar el viaje en catamarán de Thunber por parte de cada sueco: aproximadamente el 5,2% del PIB (en cada trayecto de ida o vuelta)

Podemos pensar que no todos los trabajadores suecos tienen que viajar a EEUU por motivos laborales. Pero lo que piden los activistas del cambio climático es que cambiemos nuestra forma de vida no sólo en estos vuelos transoceánicos. Las limitaciones al uso del coche y otros adelantos tecnológicos también están en su agenda.

También podemos calcular el coste de perder 30 minutos al día en los desplazamientos al trabajo: si pensamos en un año laboral completo (unos 210-230 días de trabajo) más o menos supondrían para el sueco medio entre 105 y 115 horas al año. Como vemos, un coste similar a las tres semanas pasadas en el Atlántico: esos 5.250 euros de los que hablamos.

No son, ni mucho menos, datos que puedan despreciarse. Generalizar este modo de vida podría tener unas consecuencias económicas importantes y negativas. A cambio, del beneficio en la reducción de emisiones.

3. El precio: por supuesto, los defensores de las medidas de control de emisiones dirán que los cálculos son exagerados y que una energía más limpia o unos medios de transporte más sostenibles no tienen por qué tener ese coste. Y tienen buenos argumentos al respecto: llegados a este punto podríamos entrar en una discusión eterna sobre quién tiene razón, sobre si se pierde tanto tiempo y sobre el impacto económico de ese cambio en el modelo de vida.

¿Existe una forma más o menos sencilla de solucionar ese debate eterno? Sí, con un precio. De hecho, hay numerosos economistas que, a izquierda y derecha, se atreven a dar su opinión en este tema, desafiando a Thunberg. La propuesta tiene la siguiente lógica: primero analizamos el coste para el planeta de cada tonelada de CO2; y luego trasladamos ese coste al usuario.

De esta forma, tengo dos opciones (asumimos que el siguiente es un esquema muy simplificado):

  • Voy en coche a mi trabajo, tardo 20 minutos y la gasolina tiene un coste total de 20€ (la suma del coste propio de la materia prima y un impuesto por las emisiones de CO2)
  • Voy en autobús eléctrico, tardo 40 minutos y no tengo coste por emisiones: el billete me cuesta 2 euros
  • El usuario se preguntará: ¿me merece la pena pagar 18-36€ al día por ahorrarme 20 minutos en cada trayecto? ¿Cuánto valoro la comodidad de mi automóvil)

Aquí sí, con sus carencias, los incentivos están más alineados: el que contamina paga. Y esto tiene dos ventajas: en primer lugar, que cada uno asume sus decisiones, las ventajas y costes de cada una de ellas.

Pero, además, es un buen sistema para un problema muy importante, el de los pequeños efectos que se van sumando. Recordemos la industria del ejemplo que poníamos al principio del artículo. La pregunta era: "¿Cerramos las fábricas y mandamos a los obreros al paro a cambio de una reducción de las emisiones globales de CO2 de un 0,00005% del total mundial?". Con esta formulación, el 99% de nosotros diríamos que no merece la pena. Pero si en todas las fábricas del mundo hacemos lo mismo… ese 0,00005% se suma a muchos otros 0,00005% y las emisiones nunca descienden. Un precio es una medida interesante, porque al menos obliga a los responsables de la fábrica a buscar la forma más eficiente de producir. De hecho, si se hace bien, lo que se recaude con el mismo se puede usar para financiar investigación en nuevas tecnologías que, a medio plazo, serán las que realmente terminen con los combustibles fósiles (otro tema es si es realista pensar que los políticos harán esto con la recaudación del impuesto).

Aquí no termina el debate. De hecho, en una situación normal, aquí debería empezar el debate. Porque la discusión giraría en torno a ese precio. Habría economistas que dirían que el coste medioambiental de la contaminación es elevadísimo y que hay que atajarlo con un impuesto muy alto por tonelada de CO2; mientras tanto, otros economistas serían más escépticos y pedirían una subida reducida en el precio de los carburantes. Pero en uno y otro caso, hablamos de gente que "se atreve" a poner en la balanza costes y beneficios del uso de esos recursos escasos que tienen a su disposición, como ha hecho durante toda su existencia el ser humano.

Llegados a este punto, hay un par de apuntes que hacer. En primer lugar, poner un extra-coste en forma de impuesto tendrá un impacto en forma de menor uso de la energía y en forma de menor crecimiento económico. Una cosa es que lleguemos a la conclusión de que merece la pena sufrir esa ralentización de la economía, pero no podemos pensar que no ocurrirá.

En este sentido, es muy importante recordar que una sociedad más rica también tendrá más herramientas para adaptarse a las consecuencias de un incremento de las temperaturas: esto es clave, porque sea cual sea el clima en 2050 o 2100, es fundamental que tengamos cada vez más medios para responder a esa situación. Es decir, menos crecimiento nos hace más vulnerables a los efectos del cambio climático y también daña las posibilidades de innovación o desarrollo tecnológico.

Porque, además, como ya hemos apuntado en otras ocasiones, el efecto de segunda vuelta más importante tiene que ver con ese impacto negativo en el crecimiento económico y sus consecuencias político-sociales: si las medidas contra el cambio climático acaban siendo muy onerosas para los países que las aplican, puede que los mismos políticos y los mismos electores que ahora las exigen… terminen pidiendo exactamente lo contrario. O que los países acaben asociando energía más limpia con recesión y, entonces sí, sea imposible cualquier debate racional sobre el tema. Por esto, también, hay que atreverse a ponderar costes y beneficios.

En segundo lugar, quizás lo más importante aunque casi nunca sale a relucir en el debate: el tiempo perdido (y eso es lo que ocurre cuando nos trasladamos en medios de transporte menos eficientes) también es riqueza. Meter a un ingeniero en un catamarán para cruzar el océano no sólo implica un coste económico… es menos tiempo que ese tipo está trabajando para idear nuevas tecnologías. Quizás nuevas tecnologías para una energía más limpia. Los extraordinarios avances de los últimos dos siglos han venido de la mano de una mejora exponencial en las comunicaciones y el transporte. Y es lógico que sea así: ahora aprovechamos mejor nuestros recursos y nos coordinamos mejor porque no necesitamos estar en una carreta 15 horas para reunirnos con un colega que vive a 20 kilómetros de distancia.

Y, por último, ¿existe un lugar en el que ya se haya aplicado esa economía del nulo consumo energético, comercio de proximidad, poco crecimiento económico, cercanía a la naturaleza y rechazo a las nuevas tecnologías? Sí, fue lo que hubo en toda Europa (también en Suecia) antes de 1750. Y sí, es lo que hay ahora mismo en muchos países del corazón de África (aunque, afortunadamente, cada vez son menos las regiones en las que eso ocurre). Como apuntábamos al principio: toda elección tiene sus costes y beneficios. También hay que ponderar los derivados del uso de la energía. Pero no nos engañemos, sigue habiendo muchos más aspectos positivos que negativos en nuestro actual modo de vida.

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