Ya están aquí, en los bancos, en las cajas y en las grandes superficies. Se aproximan. Si resultan no ser buenos, ya no hay vuelta atrás. El euro nació con vocación de facilitar las relaciones comerciales de muchos países, todos ellos europeos, claro, y a lo mejor también como moneda-modelo a seguir. Algo así como el esperanto en el mundo de las lenguas. Pero, ay, el esperanto resultó ser un esperpento tipo monstruo de Frankenstein y el inglés, por naturaleza, es la lengua en la que nos entendemos casi todos los seres humanos cuando no hablamos la misma. El dólar, claro, es la divisa grana y oro del entramado comercial del siglo XXI, como el sextercio en la Roma antigua, pero igual que la lengua inglesa, por naturaleza.
Algo de esto decía el Nobel de economía James Tobin, tan de moda estos días porque se vuelve a hablar de su utópica idea de ponerle una tasa a las transacciones monetarias, que suena a algo así como intentar parcelar el desierto (porque échele usted el lazo al movimiento de capitales en un mundo inmensamente insolidario). Pues dice Tobin que la moneda-modelo que se ha inventado Europa, o sea, el euro, está resultando ser muy poco modelo de nada, lamentablemente. Claro que su modelo de salvación de las economías del Tercer Mundo tampoco es que parezca muy esperanzador, aunque cualquiera se manifiesta en contra suya. Nadie quiere que le señalen como al malo de la película. Este Gobierno no, desde luego. Pero la oposición mayoritaria menos que nadie y hasta mete a la famosa tasa en su programa político de futuros.
Y todo esto venía a cuento de que ya está aquí –casi– el euro y todavía no acabamos de creérnoslo. Hemos visto las monedas primero, ahora los billetes. Duisenberg nos recomienda que los toquemos bien tocados, por delante y por detrás. Y no le falta razón, porque los humanos, y sobre todo los Tomás (santos o no), siempre hemos preferido ver para creer y tocar para constatar.
Como el euro es todavía una entelequia que viaja en sacas custodiado por la Guardia Civil, la gente no ha tenido ocasión de palparlo, como le gustaría a Duisenberg. Eso impide que le pongamos cara, aunque algunos ya dicen que tal o cual diseño les recuerda al puente de su pueblo o al retrato del bisabuelo que nadie quiso colgar en la pared de su casa. Y luego está lo del nombre. Porque a eso de euro le veo yo muy poco futuro. La sabiduría y el gracejo popular lo rebautizarán enseguida. Seguro. Se admiten ideas. Yo me apunto al lenguaje de los adolescentes, que es el que se impondrá también por naturaleza. Así que ahí va la primera idea: la “movida”.
© Carmen Tomás para OTR-Press

El planeta de los euros
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