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EDITORIAL

Desahuciar la propiedad privada

Atacar la propiedad privada es la manera más eficiente de destruir una ciudad, un país y una sociedad.

Dice el economista sueco Assar Lindbeck que "el control del precio de los alquileres parece constituir la técnica más eficiente de entre todas las conocidas para destrozar una ciudad… con excepción del bombardeo". Estamos casi de acuerdo con él. Y decimos “casi” porque la frase es correcta pero incompleta. Debería empezar con “los controles de precios, la prohibición de los desahucios y la legalización (de iure o de facto) de la okupación parecen constituir...”.

En realidad, podríamos sustituir todos esos ejemplos por un genérico: atacar la propiedad privada es la manera más eficiente de destruir una ciudad, un país y una sociedad.

Esto no es nuevo. Desde hace más de un siglo lo saben tanto los defensores del progreso y la prosperidad como sus principales adversarios. En 1917, una de las primeras tareas a las que se dedicó el nuevo régimen bolchevique fue la de socavar los derechos de los propietarios. Y la vivienda, como el dinero, estuvo en su punto de mira desde el principio.

A partir de ahí, ha sido una política seguida con entusiasmo por todos aquellos regímenes totalitarios que la han visto como la vía más eficaz para terminar con los fundamentos de una sociedad libre. En este sentido, los chavistas venezolanos son sólo el último ejemplo.

Aquí podríamos utilizar los argumentos técnicos habituales. De hecho, hay pocas cuestiones que generen tanto consenso como ésta, incluso entre economistas socialdemócratas, alejados en otros debates de los postulados liberales: limitar la propiedad privada (a través de controles de precios en el alquiler, prohibiendo los desahucios o permitiendo la okupación) tiene siempre los mismos efectos.

En primer lugar, se retira vivienda del mercado: los propietarios, ante el miedo a que su inmueble sea tomado por la fuerza o ante la certeza de que no podrán obtener el rendimiento económico buscado, no ponen el piso en alquiler o lo hacen a un precio muy superior al que tenía con anterioridad. En segundo lugar, los barrios se degradan, algo que ocurre con especial rapidez en los distritos más humildes. Por un lado, porque los propietarios dejan de gastar en reparar y actualizar los inmuebles. Pero, además, porque comienza una fuga de propietarios e inquilinos honrados: nada hay que genere más inseguridad que saber que los vecinos que te rodean son unos okupas, están engañando al propietario de su vivienda, tienen conflictos judiciales, etc.

Por supuesto, el acceso a la vivienda se vuelve casi imposible para determinados colectivos. ¿Quién va a conceder un crédito hipotecario o va a alquilar su casa sin garantías si sabe que el Gobierno se pondrá de parte del moroso en caso de impago? La respuesta es muy sencilla: nadie. A partir de ese momento, sólo el que tenga medios económicos podrá presentar los costosos avales requeridos por el sector financiero y los propietarios.

Por último, es lógico pensar que una medida de este tipo empujará a muchos irresponsables a un comportamiento egoísta y parasitario. Los incentivos, sí, también importan aquí. La mayoría de las familias son honradas y no dejarán de pagar la renta si pueden evitarlo (o buscarán acuerdos con sus caseros o prestamistas). Pero para aquellos que no lo son, un anuncio como éste es una tentación irresistible: para qué seguir pagando cada mes, si puedes evitarlo sin ninguna consecuencia práctica.

Nada de lo dicho hasta ahora implica que no sepamos que existe una brutal crisis económica en marcha (crisis, por supuesto, alentada por las nefastas políticas de este Gobierno). Y que hay miles de familias que no pueden afrontar los pagos a los que se habían comprometido. Pero asumir esta realidad no tiene que ir unido a eliminar las necesarias salvaguardas a la propiedad privada. Hay muchas otras soluciones: ofrecer alternativas que impulsen los pactos inquilino-propietario (por ejemplo, una rebaja temporal de la renta condicionada a recuperar la diferencia cuando la situación económica se normalice) o planes de crédito bien diseñados, para sostener las rentas de las familias en situación de necesidad durante unos meses (por ejemplo, para trabajadores del sector servicios).

A medio y largo plazo, este tipo de soluciones debería complementarse con una liberalización de la promoción urbana: para poner suelo a disposición de los promotores, pero también para hacer que sea mucho más sencillo restaurar y renovar los miles de edificios vacíos que existen en España. Los precios de los alquileres en los últimos años han subido en algunas ciudades no por una oscura (e imposible) conspiración de millones de propietarios, sino por la absurda, ineficiente y costosa regulación urbanística que es tan habitual en nuestro país.

Decíamos antes, con algo de escepticismo, que “podríamos utilizar los argumentos técnicos habituales entre los economistas” para tratar de convencer al Gobierno. Y lo expresábamos así porque mucho nos tememos que no hay ninguna posibilidad de que nos escuche. Ni a nosotros ni a los cientos de expertos que han escrito sobre el tema. Por una parte, por una pura cuestión de ceguera ideológica: los hay que llevan más de cien años equivocándose y prometiendo un paraíso en la Tierra que se convierte en un infierno en el mismo momento en el que comienzan a aplicar sus medidas.

Pero no es sólo por eso. Es que además, y esto es lo más triste, creemos que nada de lo dicho en este editorial es un problema para buena parte del Ejecutivo. Hace años que lo hemos visto en la Barcelona de Ada Colau. Para muchos políticos (quizás el peronismo argentino, tan querido por nuestros ministros, sea el ejemplo perfecto), tener ciudades seguras, prósperas, limpias y en las que se cumple la ley no es un propósito programático, es un problema.

Pablo Iglesias, Alberto Garzón y Pedro Sánchez juegan al “cuanto peor, mejor”. El régimen que tratan de instaurar no se basa en la prosperidad, sino en la miseria. No son los primeros ni serán los últimos que lo intenten por esta vía. Para lograrlo, el primer paso es terminar con la propiedad privada. E igualmente es el primer paso para destrozar el país. Ellos lo saben y nosotros también. Probablemente es en lo único en lo que estemos de acuerdo.

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