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José T. Raga

¿Ignorancia o/y maldad?

¿Se puede llamar democracia a esto? ¿Dónde está el pueblo?

La disyuntiva del título se complementa con la copulativa. Es más, la disyuntiva está por la posibilidad, aunque remota, de que se pueda optar, en el gobernar, por la primera o la segunda. Pero lo frecuente será que se den ambas simultáneamente.

Hay una expresión, ya popular, que suele citarse a modo de epitafio cuando dos o más comentan sobre los aconteceres políticos del Gobierno de Sánchez. La expresión es – referida a ministros, secretarios de Estado…–: “pero ¿de dónde los han sacado?”. Porque es difícil tanta incompetencia junta.

Lejos del mínimo atisbo de conocimiento, lo que se hace patente es la abundancia de maldad, dispuesta a destruir todo lo que esté al alcance de la mano, con artimañas jurídicas nunca admisibles en un Estado de derecho.

Hasta en las dictaduras, cuando el dictador pretende tener éxito, se rodea de personas inteligentes que le aporten lo que él no tiene: conceptos, formas, presentaciones y límites, eso que aquí hemos oído como líneas rojas, que no se deben sobrepasar. Aunque, visto lo visto, lo rojo sólo era ideología y nunca un prohibido el paso.

¿Se puede llamar democracia a esto? ¿Dónde está el pueblo? El ministro filósofo, el de Sanidad, recordará que ya en Platón –siglo IV antes de Cristo– se definían tres formas de gobierno puras: monarquía, aristocracia y democracia; y sus tres formas corruptas: tiranía, oligarquía y demagogia.

Seguramente pensarán, como yo, que la imagen de los gobernantes actuales no encaja entre las formas puras de gobierno, sino que corresponde a aquellos que se sienten dueños del pueblo. Por eso tienen el derecho a hacer sin consideraciones previas ni explicaciones posteriores.

Buena muestra de esto es que, para el Gobierno, de los PGE sólo importan los ingresos; ya los gastaremos donde creamos conveniente. Eso lo hacían los cameralistas –s. XVII –, que identificaban la Hacienda Pública –la del Estado– con la del soberano. Los ingresos eran del soberano, y éste ya atendería los gastos oportunos.

Ahora, la avidez de ingresos me ha trasladado a aquella codicia del soberano para incrementar sus arcas y favorecer a sus validos; también, entonces, sin líneas rojas.

La Lofca –septiembre de 1980– atendía lo reclamado por las comunidades autónomas: autonomía. Pues bien, las más exigentes entonces son las que hoy organizan mayor bullicio para que se impida aquella autonomía.

¿Por qué? Sobran explicaciones, porque para eso somos, como los cameralistas, soberanos absolutos. La Lofca era muy ecuánime: se trataba de garantizar a todos los españoles el mismo nivel y calidad de servicios públicos, a cuyo fin el Estado transferiría los recursos necesarios. A partir de ahí, cada comunidad podía decidir otras prestaciones o aumentar cuantías de las asignadas; para ello disponían de la facultad de establecer recargos –o bonificaciones, en caso contrario– sobre los tributos del Estado, o bien podían crear tributos sobre bases no gravadas por éste.

¿Cuál es el problema? Tenemos libertad y autonomía. Si mentimos es porque somos soberanos absolutos.

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