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Mikel Buesa

Las consecuencias económicas de la guerra y la política económica de Pedro Sánchez (1)

El mundo de Sánchez es plano, corto de alcance y severamente sesgado por los compromisos políticos sobre los que se sustenta.

El mundo de Sánchez es plano, corto de alcance y severamente sesgado por los compromisos políticos sobre los que se sustenta.
Pedro Sánchez, en la Moncloa. | Europa Press

A raíz de la pandemia del coronavirus, una vez pasadas las primeras oleadas del contagio, la economía mundial experimentó un trastocamiento considerable. Con el inicio de la recuperación post-covid, el comercio mundial colapsó, los precios de los fletes experimentaron alzas notorias, lo mismo que el alquiler de contenedores, la demanda de algunos bienes industriales –singularmente los semiconductores– no pudo satisfacerse y ello derivó en severas rupturas de las cadenas internacionales de suministro. A su vez, el aumento de la demanda de combustibles indujo un alza de los precios del gas natural y del petróleo, que se multiplicaron a lo largo del año 2021, con el consiguiente empobrecimiento de los países consumidores, entre ellos España, dependientes del exterior para su abastecimiento. Esto tuvo efectos indirectos sobre el precio de la electricidad, que quedó vinculado al del gas al operar el sistema marginalista europeo para su determinación; y desde ahí se fue trasladando hacia el resto de las economías, desencadenándose un proceso inflacionista que confundió a los gestores de la política económica, quienes equivocadamente lo consideraron un fenómeno transitorio y de corto plazo, sin reparar en los estragos que podría llegar a ocasionar.

Y luego vino la guerra. La invasión de Ucrania por Rusia, inadmisible para los países del eje atlántico, acentuó la configuración negativa de la coyuntura económica, no sólo por los problemas de suministro que planteó en los mercados energético, agrario e industrial –pues Rusia y Ucrania son uno de los principales suministradores de gas, hidrocarburos, cereales y metales–, sino por el paquete de sanciones que tanto Estados Unidos como Gran Bretaña y la Unión Europea se vieron impelidos a arbitrar para tratar de frenar –infructuosamente, de momento– al Gobierno ruso.

Pero la guerra no sólo realzó los problemas de suministro con su imponente reflejo inflacionista, sino que también evidenció la fragilidad del vigente modelo de relaciones económicas entre los países del mundo, basado en una globalización que se creía bien asentada sobre el derecho y los acuerdos internacionales, pero que quebró ante el empuje bélico de Rusia y el descompromiso de una China crecientemente volcada en su desarrollo interior. En la Unión Europea, este reflujo de la globalización se evidenció en la Declaración de Versalles, en la que los jefes de Estado o de Gobierno plasmaron todo un programa de cambio para el futuro inmediato, basado en una reducción de las dependencias exteriores y en un afianzamiento de las capacidades internas para dar continuidad y solidez al crecimiento económico.

El 28 de marzo, después de varias semanas de indecisión pese al acelerado deterioro económico interno, Pedro Sánchez anunció un paquete de medidas por valor de 16.000 millones de euros que al día siguiente se plasmaría en el real decreto ley 6/2022, que contenía su Plan de respuesta a las consecuencias de la guerra en Ucrania. Un plan que me propongo examinar con cierto detenimiento en esta serie de artículos y que refleja de un modo nítido tanto las rémoras ideológicas del Gobierno como su concepción sobre la situación actual de la economía española.

Ésta es, sin duda, meramente coyuntural. Para Sánchez y su Gobierno, la inflación y los problemas de suministro constituyen obstáculos en el corto plazo para una economía en pleno proceso de recuperación tras la crisis post-covid. Ello fundamentalmente porque, según se señala en el decreto, "España está entre los Estados Miembros de la Unión Europea menos expuestos a los efectos directos de la invasión de Ucrania", debido a la "diversificación de las fuentes de suministro de gas" y a la modestia de la "relación con Rusia". Y de ahí que el paquete de medidas del Plan –cuyo monto, por cierto, no es de 16.000 sino de 15.635 millones de euros, según lo publicado— se circunscriba a "limitar los costes económicos y sociales de la distorsión de naturaleza geopolítica en el precio del gas, atajar el proceso inflacionista y facilitar la adaptación de la economía a esta situación de naturaleza temporal". Subrayo este aspecto porque todo o casi todo en esta norma que se extiende sobre 160 páginas del Boletín Oficial del Estado está concebido para actuar durante uno o dos trimestres, o como mucho hasta finales de año, tal como tendremos ocasión de ver en las sucesivas entregas de mi análisis.

El cortoplacismo es manifiesto en prácticamente todo el planteamiento de las ayudas que se desgranan en el decreto y en una parte sustancial de su contenido regulador –que es mucho–. Pero, dejémoslo claro desde el principio, no en todo; y singularmente en lo referente al sector energético, donde el vuelo es de más largo alcance, eso sí, profundizando en la apuesta por las fuentes renovables –curiosamente a partir de una relajación de sus exigencias medioambientales– y descartando cualquier otra posibilidad. Y nada más allá: ninguna reforma estructural, ninguna apuesta por el desarrollo industrial interior, ninguna mención a las posibilidades que para el cambio hacia la electrificación y la transición digital ofrece la riqueza minera de España, en tanto que proveedora de los metales sobre los que sustentan sus tecnologías, ninguna adaptación al reto geopolítico que la Unión Europea ha sabido ver tempranamente en Versalles, tal como antes he señalado. El mundo de Sánchez es plano, corto de alcance y severamente sesgado por los compromisos políticos sobre los que se sustenta y de los que depende crucialmente para que a finales de abril su decreto pueda ser convalidado en el Congreso de los Diputados.

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