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EDITORIAL

Sánchez necesita destrozar las instituciones para tapar las miserias de la economía

En el ámbito de la economía, el Gobierno exhibe una mezcla de inacción y protección de intereses creados.

La semana del gran triunfo mediático (que no por el contenido de lo pactado) de Pedro Sánchez es también, paradójicamente, la que mejor explica las miserias de su ejecutoria al frente del Gobierno. Porque si algo ha caracterizado al socialista en estos cuatro años de mandato es su inusitada combinación de propaganda en los mensajes, insustancialidad en las propuestas y destrucción de las instituciones que le molestan.

Todos aquellos que hemos criticado a Sánchez por su voracidad intervencionista en los organismos que deberían ser neutrales hemos cometido el error de separar esa mano indecente que anhela copar con amigos y subordinados las instituciones públicas de su incapacidad para hacer frente a los retos que la economía española tiene planteados. En el análisis hemos diferenciado a menudo las esferas política y económica de una manera que no ha hecho el propio interesado. En realidad, para el líder del PSOE la destrucción institucional es un paso necesario para el desarrollo de su programa económico. Y al revés, ese programa económico tiene un capítulo (y no menor) dedicado a la ocupación partidista del sector público.

Porque, ¿cuál es el objetivo del Gobierno en el ámbito de la economía? Pues una mezcla de inacción y protección de intereses creados. Por un lado, Sánchez parece decidido a no tocar nada, no emprender ninguna de las grandes reformas que necesita la economía española y enterrar cualquier plan mínimamente ambicioso de modernización. A veces esta inacción es incluso para bien, como en esa mini reforma laboral que Yolanda Díaz aprobó hace unos meses y que, si bien no aporta casi nada bueno, tampoco es el desastre que en ocasiones se intuía detrás de los anuncios de la ministra de Trabajo. Por el otro, asoma el deseo de crear una clase empresarial al más puro estilo peronista, con empresas, sí, y algunas muy grandes y poderosas, pero controladas y financiadas desde la Moncloa. Un esquema en el que también son imprescindibles unos sindicatos apaciguados a golpe de subvención para controlar las calles.

No tocar nada, acrecentar el poder de los sindicatos, mantener intacto un Estado disfuncional y poco operativo y esperar que Europa financie el déficit al menos hasta que él termine su mandato. Con eso y unos cuantos miles de millones del plan de recuperación, parecía que Sánchez tenía lo suficiente para llegar a las próximas elecciones con cierta tranquilidad.

En ese camino, muy dañino para España pero al mismo tiempo interesante para los intereses electorales del PSOE, se ha cruzado la inflación. Que no es por completo culpa del Gobierno de forma directa, pero ante la que tampoco ha reaccionado. O sólo ha reaccionado haciendo el ridículo con sucesivos anuncios de que llegábamos al máximo que eran desmentidos apenas unas semanas después.

Es entonces cuando la maquinaria destructiva del Gobierno se ha puesto en marcha. Necesita a Indra para devolver favores a los dueños de Prisa, como paso en la creación de esa red clientelar que anhela y, de paso, para asegurar los votos del PNV en el Congreso aunque eso suponga espantar a los inversores internacionales. Al INE para amortiguar las malas noticias que la economía nos dará en los próximos meses. Unos medios domesticados para intentar convencer a la opinión pública de que todo lo que ocurre es culpa de Putin y de unos millonarios desaprensivos dispuestos a derrocar al Gobierno. Y unas instituciones que no le chafen con informes realistas sus buenas relaciones con los organismos comunitarios. En este último punto, por ejemplo, pueden enmarcarse los sucesivos choques con el Banco de España de Pablo Hernández de Cos, que está manteniendo una actitud impecable de servicio público en los últimos meses.

No está claro si Sánchez, que ha demostrado una incomprensión absoluta de la realidad económica y un desconocimiento sorprendente para quien se supone que es doctor en la materia, es del todo consciente de lo que se le viene encima, pero lo que sí es evidente es que no piensa dar un paso atrás en su camino. Casi podría pensarse que las dificultades económicas suponen un acicate a su determinación. Si en época de bonanza podía llegar a pensar que le venía bien mantener las formas, aunque sólo fuera para no molestar mucho a Bruselas, que no deja de ser el que paga la fiesta, ahora que llegan las vacas flacas parece haber comprendido que la única manera de mantenerse en el poder es arrasar con todo lo que encuentre en su camino. Esperemos que no lo logre. Pero ya sabemos que incluso si fracasa, lo pagaremos todos.

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