Recep Tayyip Erdogan fue reelegido como presidente de Turquía el pasado domingo 28 de mayo mediante una ajustada victoria en segunda vuelta. Todo, en medio de críticas de irregularidades democráticas, denunciadas por la oposición y por la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE).
Erdogan, que tras dos décadas al frente de la nación euroasiática presidirá el país durante otros cinco años, ha recibido las felicitaciones de los principales líderes mundiales, aunque algunas de las más efusivas han venido por parte de Vladimir Putin, Lula da Silva o Nicolás Maduro.
Pero los mercados no se han tomado con tanta alegría el resultado electoral, con la lira turca hundiéndose esta semana hacia nuevos mínimos históricos, moviéndose entre las 21 y 22 unidades por euro. Y todo mientras el Banco Central -que ya se encuentra con sus reservas de divisas extranjeras en negativo- trata de sostener artificialmente el valor de la moneda turca mediante un esquema de cuentas de ahorro altamente remuneradas, límites a las retiradas de efectivo o la venta de oro y divisas.
Atrás quedan ya los primeros años de gestión del líder turco, cuando su aperturismo y moderación permitió al país vivir un particular milagro económico. Entonces, la estabilidad política, la salud de las cuentas públicas y la calidad institucional proporcionaron tasas de crecimiento elevadas, inflación controlada y desempleo moderado, permitiendo a Turquía un potente desarrollo en lo que va de siglo.
El giro intervencionista de Erdogan
Pero los dogmas islámicos han ido adquiriendo un peso cada vez más relevante en las políticas sociales y económicas de Erdogan, mientras que la represión política se ha intensificado y las libertades civiles se han visto debilitadas. Y ello, a la par que inestabilidad económica está haciendo de Turquía un socio cada vez más incómodo y problemático para las naciones occidentales.
En el caso concreto de la gestión económica, Turquía ha adoptado una política monetaria ultra laxa, la cual ha debilitado el valor de la lira y ha desencadenado un grave problema de inflación. Erdogan, en contra de toda ortodoxia económica, defiende que la bajada de los tipos de interés constituye la receta idónea para garantizar el crecimiento y luchar contra la inflación. Y para ejecutar su plan, ha hecho trizas toda la independencia que le quedaba al Banco Central. Pero, evidentemente, esta política no ha hecho más que alimentar la escalada de precios y desestabilizar la economía. Así, con las recientes caídas, la lira ha perdido ya cerca del 80% de su valor frente al dólar en los últimos cinco años, y la manipulación del cambio oficial ha llevado a que este ya no se corresponda con el que ofrecen los cambistas privados, tal y como sucede en países como Argentina.
Esta pérdida del valor de la lira se traduce, de cara al día de los ciudadanos, en un encarecimiento masivo de los productos. En concreto, la inflación registrada en el mes de abril se situó en el 43,7% respecto al mismo mes del año anterior. El dato se acumula sobre la escalada de precios ya vivida en 2022, que cerró con una inflación del 72% o las experimentadas desde el año 2017, cuando comenzó una senda ininterrumpida con IPC superior al 10% anual.
Al mismo tiempo, la economía del país se tambalea, con las previsiones de crecimiento moderándose de cara a los próximos año, el paro registrado permaneciendo entre los niveles más altos de la OCDE –por encima del 10%– y la desconfianza internacional creciendo cada vez más ante la aproximación de Erdogan a líderes como Putin y su alejamiento respecto a las potencias occidentales. El índice de Libertad Económica ilustra el panorama a la perfección: Turquía ha caído desde el puesto 58º a nivel mundial en 2018 hasta la posición 104º en este año 2023, en buena medida, debido al deterioro del estado de derecho.
Ante esta situación, y ya con las elecciones ganadas, Recep Tayyip Erdogan se enfrenta a un escenario complejo en su nueva legislatura. Si quiere controlar de manera decisiva la inflación, no le va a quedar otra que dar un giro a la política monetaria elevando los tipos de interés, actualmente situados en el 8,5 %. ¿El problema? Pues que esta medida, pese a estabilizar la moneda, contribuiría a estancar definitivamente la economía turca, al menos en el corto plazo, con el riesgo aparejado de que se dispare el desempleo y el malestar social.
No obstante, por el momento el líder turco no ha mostrado pista alguna que indique un viraje en su política económica. Sus proclamas, más bien, continúan con la estrategia expansiva: aumento de salarios a los funcionarios, eliminación de la edad de jubilación, promesas de gas gratuito... Y claro, todo ello no hace más que apuntalar el crónico déficit público del país y debilitar aun más el valor de la moneda. Así que, elija el camino que elija, Erdogan puede tener por seguro que sus próximos 5 años al frente de Turquía no serán nada fáciles. Como tampoco lo serán, claro está, para sus compatriotas.