Si algo se puede concluir a propósito de la inmigración irregular, y sin ningún margen para la duda, es que el Estado ya ha demostrado ser incapaz de controlar sus fronteras. Eso es un hecho. Y los hechos no se discuten; simplemente, se acusa recibo de ellos. Porque estamos hablando del Estado, no de Sánchez, Pérez, Fernández o como se apellide el presidente de turno. Así las cosas, puesto que el Estado es y seguirá siendo impotente, la arribada tumultuaria de indigentes africanos indocumentados a nuestras costas va a dispararse de modo exponencial a muy corto plazo.
En España, pues, van a coincidir, de hecho están coincidiendo ahora mismo, dos corrientes de fondo. Por un lado, el país seguirá importando anualmente decenas de miles de pobres crónicos y estructurales, personas carentes de los mínimos recursos formativos y culturales imprescindibles para poder salir por sí mismas de ese estado de miseria permanente. Por otro lado, ciertos territorios del país, particularmente los de la costa mediterránea y las islas, dado su acusado monocultivo turístico, tenderán a aumentar cada vez más el número de trabajadores pobres residentes en ellos. Por un lado, importamos pobreza en volúmenes crecientes del exterior; por el otro, la generamos dentro vía creación de empleos de muy baja cualificación y raquíticos salarios, también en volúmenes crecientes.
Pero todavía hay quien le llama a eso ir como un cohete. Esta semana pasada se hizo público el indicador estadístico más contraintuitivo y desconcertante, además de vergonzoso, entre todos los que nos ilustran sobre la genuina situación socio-económica de España. Porque resulta que somos, tras Bulgaria, el segundo país con mayor riesgo de pobreza infantil dentro de la Unión Europea. Por cierto, nuestro vecino, el siempre modesto Portugal, ocupa el dignísimo puesto catorce. En fin, no hace falta ser un genio de la Estadística para sospechar que la inmensa mayoría de esos niños en la frontera del hambre son hijos de extranjeros carentes de los recursos precisos a fin de lograr subsistir en España con un mínimo de dignidad. Nuestros políticos no son solidarios, como predican. Son ciegos.