Entre pillos anda el juego (en inglés, Trading places) es una de las películas más icónicas de los 80. John Landis actualizó la novela de Mark Twain El príncipe y el mendigo con ese toque peculiar que caracteriza su cine. En este caso, los que cambiaban sus vidas no eran dos niños que se parecían mucho, sino un financiero (blanco - Dan Aykroyd) de familia bien y éxito profesional; y un buscavidas (negro - Eddie Murphy) que mendigaba en las calles de Filadelfia mintiendo sobre sus heridas de guerra.
Habrá quien diga que no hay demasiado por aquí con lo que enlazarlo a la política española o al Gobierno de Pedro Sánchez. Se equivocan. En realidad, por lo que vamos sabiendo del caso Jéssica (o caso Koldo o caso Ábalos: no está claro cuál debería ser su nombre), algunos ministros del PSOE y los directivos de las empresas públicas bajo su control decidieron actuar como los hermanos Duke (los otros protagonistas de Entre pillos), aunque sin apuesta. En su caso, lo que querían era proteger a una pobre chica desamparada que tenía estudios de Odontología pero necesitaba un empujón profesional.
De meritocracia, suerte, carreras profesionales sorprendentes, ayudas para mejorar en el empleo... hablamos esta semana en Economía Para Quedarte Sin Amigos (ver vídeo). Vuelve nuestro episodio anual sobre cine y economía, con los Par&Impar (Juan Manuel González y Daniel Palacios) y con dos películas ochenteras que giran en torno a dos enormes enchufes: Big y Entre pillos anda el juego. ¿Las habrá visto Jéssica?
El debate cinéfilo es reñido: ¿Mejor Big, de Penny Marshall, o Entre pillos? Pero casi es más polémica la clave económica: ¿a qué debemos nuestro éxito en la vida? ¿A los genes? ¿A la suerte? ¿A nuestro esfuerzo? Es uno de los temas que más acapara ahora mismo la atención de los economistas. Y la respuesta a estas preguntas determina en buena parte nuestra mirada al mundo. En general, aquellos que creen que todo es suerte o procedencia, tenderás más a la socialdemocracia y el intervencionismo. Los que ponen el acento en el mérito preferirán soluciones menos estatistas.
También es verdad que hablamos de ficción. Nadie se cree que pueda haber una máquina que nos convierta en adultos por arte de magia como en Big ni que una pareja de excéntricos multimillonarios se jueguen la vida de un subordinado por un dólar. Pero el mercado laboral que retratan sí es relativamente creíble. Y en ese mercado laboral real, todos sabemos que en MacMillan Toy Company (la empresa que contrata a Tom Hanks - Josh Baskin), en Duke & Duke Commodity Brokers (la compañía de los hermanos Duke) y en la Ineco de Koldo y Jéssica, los enchufes están a la orden del día.
Por supuesto, la discusión no termina ahí. Porque es cierto que desde fuera puede parecernos inmerecido lo que le pasa a los protagonistas. Pero también es verdad que podríamos preguntarnos qué es un enchufe: ¿es igual colocar a la querida de un ministro que dar un puesto de máxima responsabilidad a un chico joven que ha demostrado que conoce de maravilla el mundo de los juguetes? Una vez que el enchufado comienza a trabajar, ¿se tumba a la bartola para disfrutar del puesto no merecido o se pone a currar como el que más? En Entre pillos, por ejemplo, lo que vemos es una transformación radical de Eddie Murphy, que pasa de los harapos al traje, de vaguear a ser el que sale más tarde de la oficina, en un par de escenas. En Big, Tom Hanks se convierte en un empleado modelo, que sabe que su sueldo implica mucho más que jugar con los nuevos diseños de su empresa. En Ineco, en cambio, nos aseguran que no vieron a Jéssica por allí en los dos años que estuvo contratada.
Por supuesto, otra diferencia radica en la propiedad y en quién soporta las consecuencias de cada acto. La apuesta de los hermanos Duke es inmoral en lo que hace referencia al personaje de Dan Aykroyd, al que destrozan la vida sólo para saber si perderá o no el recuerdo de su educación. Pero en lo que toca a Murphy-Valentine no hay demasiado que los demás podamos decir. Si unos multimillonarios de Wall Street quieren darle los mandos de su empresa a un vagabundo para comprobar si es capaz de hacerlo igual o mejor que los licenciados en Harvard o Yale que tienen contratados, ¿a nosotros qué más nos da? Y lo mismo para Hanks-Baskin en la empresa juguetera: cuando le hacen vicepresidente pensamos que quizás se han pasado un poco, pero no tenemos el sentimiento de injusticia que aflora al leer las noticias de Jéssica en Ineco. Porque la clave no es el destrozo en las cuentas que puedan ocasionar uno u otra, sino la respuesta a la pregunta de quién paga y quién responde si la contratación es un error.
En este punto, aparece el aprendizaje económico que se puede sacar de las dos películas y que también sobrevuela el caso Koldo: en el mercado, más allá de la cuestión sobre la meritocracia o la suerte, lo que prima es el valor añadido. La pregunta es por qué algunos agentes aportan ese valor y otros no. Ahí sí, tendríamos una discusión eterna. Puede que lo de Messi sea suerte (nació con un talento muy concreto que no le habría servido para nada en ningún otro momento de la historia) pero también hay esfuerzo y dedicación. Del mismo modo, hay gente que hace las cosas bien y a los que la mala suerte priva de un premio que quizás merecían. Aunque, en general, sí suele haber correlación entre el esfuerzo y el talento y la recompensa. También en esto, la valoración dependerá del punto de partida de cada uno, pero pensar que esfuerzo y recompensa están completamente desligados no se corresponde con lo que vemos cada día.
Y luego está el Estado: ¿dónde queda la meritocracia, el esfuerzo o el talento cuando decide la política? Que se lo pregunten a Jéssica: ella sí sabe por qué cobraba y cuánto. De hecho, la chica seguramente pensará que se merecía cada euro cobrado. Pero claro, el problema es quién pagó sus facturas, no tanto si estaban justificadas por sus servicios.