
Me encuentro en la radio una entrevista a un tipo, portavoz de una asociación de viajeros, que protesta (con buenos argumentos y explicaciones muy claras) sobre ese nuevo reglamento que parece ser que ha aprobado la Comisión Europea y que podría entrar en vigor en los próximos años. Según he podido leer, el Gobierno comunitario ha aceptado algunas de las reclamaciones de las aerolíneas, que podrán cobrar por el equipaje de mano, por la reserva de todos los pasajeros (incluidos niños o dependientes), por cualquier cambio en los datos del billete, etc... Además, se endurecen los requisitos para reclamar una indemnización en caso de retraso. Eso sí, los que estén muy alarmados tienen todavía una última esperanza: el texto tiene que pasar ahora por la aprobación del Parlamento Europeo y parece ser que en la Eurocámara no lo tendrá sencillo.
No viajo en avión (hace siete años que no cojo uno y espero que esto continúe así en el futuro cercano) y no tengo acciones de ninguna aerolínea, así que ésta es una de esas discusiones que mira uno desde la tranquilidad de la barrera de la despreocupación. Los argumentos de unos y otros eran previsibles. A un lado, los que, como el Gobierno español, aseguran que pone en riesgo los derechos de los consumidores. Al otro, los que, como las aerolíneas, dicen que en realidad esas nuevas tarifas clarificarán la situación y servirán para mejorar la experiencia del viaje sin sorpresas. En medio, la realidad: unos se quejan porque saben que les saldrá más caro y los otros ocultan que el único motivo es facturar e intentar poner en negro unas cuentas de resultados muy complicadas de cuadrar.
Lo primero que me llama la atención es el detalle de la regulación. En otros sectores ni siquiera nuestros actuales gobernantes han sentido la necesidad de ser tan prolijos. Por qué sí en los viajes en avión (y no en los restaurantes) y desde cuándo. Intuyo que en los primeros vuelos internacionales nadie se planteó regular hasta este extremo. Por cierto, muy relacionado con esto, una pregunta: puede que parte de los problemas nazcan precisamente de una normativa que deja sin opciones de acuerdo voluntario a empresas y consumidores. ¿Esto no lo podría haber resuelto el mercado?
Quizás en el caso de las indemnizaciones (y con matices) se puede pensar que es lógico que la norma establezca un marco general (horas de retraso que generan derecho a cobro o motivos por los que sí y por los que no) para contener una excesiva litigiosidad. Para evitar que cada vez que un avión llegue tarde todos los pasajeros tengan que ponerse a demandar a la aerolínea para recuperar su dinero... parece lógico establecer un mecanismo más o menos automático (en tales condiciones, sí; en estas otras, no). Pero en el resto de cuestiones, qué tienen que decir los legisladores: como mucho, que queden claro las condiciones en el momento de la contratación. Si te quieren cobrar por todo, deberían poder hacerlo si te lo han dicho previamente. Y debería ser el consumidor el que decidiera si quiere o no contratar con cada aerolínea.
El consumidor
Tengo para mí que lo que molesta a nuestros burócratas comunitarios y a los de las asociaciones de consumidores es que es obvio que el consumidor quiere. Como intuyo que a ellos no les gusta esta evolución (con buenos motivos) quieren acomodar al resto de viajeros a sus gustos (esto es menos razonable). Las aerolíneas de bajo coste son dominantes ahora, pero no siempre fueron la norma. Al principio, cuando surgieron, fueron muchos los que dijeron (dijimos) que no triunfarían, porque el cliente no querría vivir en ese estado de tensión permanente en el que te meten: ¿cabrá la maleta? ¿he imprimido bien el billete? Pues sí quería. O quizás no quería, pero enfrentado a las alternativas (pagar más), el pasajero decidió que tampoco le molestaban tanto las exigencias.
A mí no me gustan nada. Yo soy de los exquisitos. De hecho, aunque todo el mundo cree que mi negativa de estos últimos años se debe al miedo a volar (que no me gusta, eso es cierto), en realidad tiene mucho más que ver con el hecho de que viajar en avión se ha convertido en una de las experiencias más antipáticas que pueda imaginar. Algo que no es tan normal. En los últimos treinta años, casi todos los negocios (de los restaurantes a los dentistas) se han ido haciendo cada vez más cómodos y añadiendo extras para hacer más placentera la experiencia del consumidor. Mientras, el transporte aéreo ha seguido el camino contrario: tocar las narices al cliente. ¿Por qué? Pues intuyo que porque soy una parte de la minoría (muy minoría) en este punto y al resto no le importa tanto la incomodidad si a cambio le sale más barato.
No sólo eso. Si alguien imaginó una industria en la que habría hueco para los operadores de bajo coste, pero seguía manteniéndose una oferta de nivel medio, a precio algo más alto a cambio de más comodidad, se equivocó. Quizás algo así se mantiene en los viajes más largos, pero en los trayectos de corta distancia, parece claro que el consumidor prioriza el euro.
Por supuesto, los que quieren prohibir las nuevas tarifas, para que no nos cobren el equipaje, ponen siempre cara de sorpresa cuando les hablas del precio de los billetes; pero es es la otra cara de la moneda. Si no dejas que las aerolíneas cobren más al que lleva dos maletas, le cobrarán un poco más a todos.
Como nos enseñó Milton Friedman, no hay almuerzos gratuitos: cuando nos daban de comer en los aviones, nos lo cobraban en el billete. Como con el resto de servicios de lujo que antes eran habituales: te recogían la maleta en un mostrador y te la devolvían al aterrizar, periódicos durante el vuelo, un pequeño aperitivo incluso en los trayectos cortos... ¿Ahora es más barato? Sí, mucho más. A cambio, la experiencia quizás no sea tan agradable (desgraciadamente, para los que piensan como yo).
El negocio
Lo que debería sorprendernos de las tarifas de las aerolíneas no es que sean tan altas, sino lo contrario. Con maleta o sin maleta. Que te lleven de Madrid a Milán, en uno de esos enormes y carísimos cacharros, usando una infraestructura tan descomunal como dos aeropuertos, por apenas unas decenas de euros, es increíble. Me pasa esto a menudo con muchas de las quejas de mis convecinos: del recibo de la luz al billete de avión, cuando suben algo de precio y surgen noticias sobre este encarecimiento, yo lo que me pregunto es ¿cómo puede ser tan barato algo tan complejo? Otro truco de magia del capitalismo para el que la mirada del ciudadano medio no está preparada.
Por supuesto, las aerolíneas lo hacen no porque nos estimen, sino porque no les queda otra. El negocio de estas compañías es uno de los más ruinosos que conozco. Como inversor, no me acercaría a una de ellas ni con un palo largo: enorme inversión de capital, grandes incertidumbres (ejemplo, el precio del petróleo), numerosos factores que no controlas pero te impactan (un cambio en el tipo de cambio o en la política económica de uno de tus destinos principales), muchísima competencia, poca flexibilidad para incrementar las rutas más demandadas y cerrar de un día para otro las deficitarias... Y un cliente al que el proveedor le da igual y tiene cero fidelidad a la marca: sólo mira el precio. Desde que tiene internet, cada vez más. Como empresario, todo esto es una pesadilla.
¿Y nos quieren cobrar por la maleta de mano? Lógico. Aquí se aprovechan de otra característica del consumidor: su mala memoria. O inconsistencia temporal, que dirán los finos. Cuantas veces, en la cola de embarque, te has prometido a ti mismo no volver a usar esa aerolínea. Algo que le has dejado claro al tipo del mostrador de atención al cliente que no da su brazo a torcer pese a lo lógico de tu protesta. Y eras sincero cuando lo decías. Pero cinco meses después, en el buscador de billetes, tus ojos se dirigían sólo al casillero del precio. Alguna vez se lo he dicho a algún amigo cabreado: "¿Por qué viajas tanto en Ryanair si la odias de ese modo?" (Y sí, aunque hay otras de bajo coste, parece que nuestro desprecio se concentra especialmente en la irlandesa, será porque es la más grande). Nunca han sabido responderme, aunque la razón es evidente.
Y estoy esperando a que salgan esos aviones que nos dicen que no tendrán ni asientos. Todos de pie. Ya les digo yo que ahí, a mí, no me pillan.