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Diego Sánchez de la Cruz

Repúblicas bananeras, Reinos plataneros

Pese a sonoras y lamentables excepciones, buena parte de Latinoamérica está atravesando un momento de progreso socioeconómico sin precedentes. Alcanzar esta situación no fue nada fácil: en las últimas décadas, la región fue el escenario principal de casi cuarenta crisis económicas de profunda gravedad.

Aquellas experiencias traumáticas produjeron, en el corto plazo, lamentables episodios de fragilidad democrática, marcados por el auge electoral del populismo y el empobrecimiento generalizado de la población. Con el paso de los años, aquellos duros vaivenes económicos sirvieron de aprendizaje para aquellos países que supieron abandonar las ideas del socialismo y el tercermundismo. Nació así la oportunidad de desarrollar economías más libres e instituciones más fiables, sentando de este modo las bases de un lento pero seguro avance hacia el ansiado progreso.

No todas las élites políticas de la región supieron o quisieron extraer dichas lecciones. Gobernantes como Hugo Chávez, Evo Morales o Rafael Correa prefirieron profundizar la senda de Venezuela, Bolivia o Ecuador por la vía del “socialismo del siglo XXI”, ese camino de servidumbre que tanto mal ha hecho a la región. El cierre de los mercados y el dirigismo estatal han condenado a dichos países a un grado de desarrollo social y económico mucho más lento que el del resto de países de la región, especialmente Chile, Perú, Uruguay, Costa Rica, Panamá, México o Colombia.

Como estos modelos no generan prosperidad, la corrupción, la arbitrariedad y el abuso de poder están a la orden del día. Quizá por eso, mientras un buen número de economías latinoamericanas asombran al mundo por su creciente dinamismo, otras se quedan en la categoría de “repúblicas bananeras”, entendiendo así a aquellos regímenes en los que las instituciones de la libertad se ven socavadas ante los caprichos más intervencionistas del poder político.

Un paradigma tan indeseable no se sostendría jamás sin un fuerte componente de demagogia y propaganda. Es por eso que caudillos como los que hemos mencionado siempre encuentran “chivos expiatorios” a los que culpar de todos los males causados por sus propios gobiernos. La lista es larga, aunque normalmente estará encabezada por referencias genéricas al capitalismo (también “neoliberalismo”) y a Estados Unidos. Ambas categorías van de la mano de opositores políticos y empresas locales en un relato que presenta a todos estos actores como grandes enemigos de la patria.

Pocas instituciones han concentrado tantas críticas por parte de estos líderes como el Fondo Monetario Internacional. No es el FMI una burocracia especialmente querida por los liberales, y sin embargo, en un razonamiento incoherente pero efectivo, los palmeros intelectuales del “socialismo del siglo XXI” han conseguido presentar a esta institución pública como la quinta esencia del “capitalismo salvaje”.

Esta asimilación no se sostiene. Cierto es que el FMI ha recomendado medidas liberales… a veces. Sin embargo, también es cierto que el Fondo promueve de forma recurrente la aprobación de todo tipo de subidas de impuestos o aumentos del gasto público. Por lo tanto, endosarle al FMI la etiqueta de “neoliberal” demuestra un rigor nulo.

Dicho esto, conviene subrayar algo. Cada vez que el FMI activa un programa de asistencia financiera, lo hace movido por los desajustes económicos del país en cuestión. Las recetas podrán ser buenas o malas, pero siempre serán una posible solución a un desaguisado causado por dirigentes domésticos. Sin embargo, es habitual que éstos se beneficien de los préstamos del FMI, financiados por los contribuyentes de medio mundo a un interés inferior al del mercado, para a continuación negarse a aplicar gran parte de las medidas exigidas a cambio.

Invocarán entonces la soberanía nacional, y encontrarán en el Fondo Monetario Internacional al ansiado “chivo expiatorio” que servirá de explicación para todos sus males. De este modo se fortalecen las corrientes populistas latinoamericanas para salvar la cara ante sus votantes y mantener las políticas del empobrecimiento. Son estas batallas ideológicas las que deben caer derrotadas de una vez por todas para, por fin, conseguir que se acabe la brecha regional y toda la comunidad hispanoamericana pueda avanzar hacia los modelos que han demostrado su validez.

¿Está España llegando a ese punto de no retorno en el que la culpa siempre la tienen otros? ¿Hemos aprendido algo de lo ocurrido en Latinoamérica a lo largo de las últimas décadas? Uno quisiera pensar que sí, pero la mezcla de nihilismo, anticapitalismo y demagogia que inunda buena parte de nuestro debate político hace imposible responder esta pregunta afirmativamente.

Ahora que España necesita sensatez y claridad para afrontar una ambiciosa agenda de reformas encaminadas a liberalizar una economía atrofiada y anquilosada, parece que nos estamos volviendo expertos en replicar las peores prácticas de las “repúblicas bananeras”. No permitamos, por lo tanto, que nuestro país se convierta en un “Reino Platanero”. Hagamos nuestros deberes, rectifiquemos nuestros errores y abracemos, de una vez por todas, la modernización definitiva de un país en el que el sector público sigue sobredimensionado, la presión fiscal acumula demasiadas subidas, las instituciones no son todo lo fiables que deberían ser y el sector privado sigue estando regulado e intervenido de forma excesiva. Solamente siguiendo este camino conseguiremos esquivar el círculo empobrecedor con el que estamos coqueteando desde hace años.

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