La respuesta de Pero Grullo sería: porque no hay compradores suficientes para satisfacer a todos los que quieren venderlo a un precio más alto. Aunque esta afirmación es autoevidente, tiene la ventaja de permitirnos presentar a los protagonistas de la historia: el euro, las otras monedas -dólar y yen- y bienes, y las valoraciones personales de compradores y vendedores, es decir, de individuos, fondos, empresas,… que constantemente están decidiendo en qué instrumentos financieros o bienes reales van a conservar sus patrimonios en el futuro próximo o en qué moneda se van a endeudar y dónde van a invertir o, más genéricamente, cuáles van a ser las piernas corta y larga de su straddle.
Antiguamente cada moneda nacional se definía como una determinada cantidad de metal precioso en un determinado lugar. Hablar de una libra esterlina, era lo mismo que hablar del valor de algo más de la un cuarto de onza troy de oro en Londres y hablar de un dólar era referirse al valor de la vigésima parte de una onza de oro en Nueva York. Si la cotización de una moneda subía respecto de otra, significaba que había bastante gente necesitada o deseosa de disponer de oro en esa plaza, normalmente para liquidar sus pagos. Por esta razón, banqueros, políticos y economistas observaban con la mayor atención la balanza de pagos, es decir la totalidad de pagos y cobros que los nacionales de un país realizaban con el exterior. Lo que muchos de ellos no advertían era que, esos pagos y cobros estaban influidos, sino determinados por la política crediticia más o menos inflacionista, llevada a cabo. Por ejemplo, si un gobierno que gastaba más de lo que ingresaba vía impuestos, forzaba al banco central a adquirir su deuda pública, obtenía la posibilidad de ordenar pagos contra un oro sobre el que nadie había renunciado disponer temporalmente. No había más oro, ni más ahorro, sino más cuentas corrientes o billetes en circulación y más pagos realizados con ellos. Algunos de esos pagos eran al extranjero. La subida del precio del oro en el extranjero, convertía en lucrativa su exportación. La pérdida de oro por parte de los bancos nacionales obligaba a éstos a poner fin a la inflación, restringiendo el crédito y subiendo los intereses. En otro caso, no podrían cumplir su obligación de pagar en oro.
Las cosas cambiaron en este siglo. Los gobiernos y sus protegidos dejaron de considerar como obligación el cumplimiento de las promesas, argumentando que eso era algo reaccionario. Cuando el banco emisor no pudo, o no estuvo dispuesto a entregar el oro prometido, suspendió pagos como cualquier quebrado fraudulento. En vez de acabar en la cárcel y ser incapacitados para ejercer cualquier actividad mercantil, gobiernos y banqueros tuvieron la desvergüenza de decir que el auténtico dinero eran sus deudas impagadas y que el oro derivaba su valor precisamente de haber sido definido por ellos en términos de su pasivo ahora incumplido. Para conseguir que la gente aceptase tal majadería declararon el curso forzoso de su papel, prohibieron la tenencia o exportación de oro, estableciendo como obligatoria su entrega al estado y declarando ilegal la posesión de oro por cualquiera que no fuese el ladrón. Igualmente prohibieron la tenencia de divisas bajo un eufemismo denominado “control de cambios”.
Sin embargo, lo que no pudieron conseguir fue que la gente se deshiciese de su papel comprando cualquier cosa que no estuviese prohibida y conservase aceptablemente el valor: petróleo, sellos y antigüedades, inmuebles, determinadas acciones, azúcar, plata,… Tampoco pudieron impedir que floreciese un mercado libre (negro lo llamaban ellos) que evidenciaba lo que la gente pensaba de las deudas de un quebrado. Muchos países del mundo se encuentran más o menos en esa situación todavía. Pero, en los principales países occidentales, la constatación de que los “controles de cambio” estaban destruyendo el comercio internacional, alejando el ahorro de la inversión productiva y de la formación de capital, ahuyentando a los inversores extranjeros e imposibilitando el cálculo económico racional a la vista de una creciente depreciación monetaria, contribuyó a que se “desregulase” el asunto y siguiendo los consejos de dos insignes economistas -Milton Friedman y F.A. Hayek- se dejase que las cotizaciones de las divisas reflejasen libremente las valoraciones de los individuos y fluctuasen de acuerdo con ellas. Se buscaba que la competencia forzase a los estados a proporcionar una moneda de mayor calidad. En esta situación estamos.
La solución adoptada no fue, ni mucho menos, la mejor. La razón exigía la vuelta al oro, pero eso era demasiado para los políticos que ya no podrían seguir robando. Por tanto, el dinero de cada país sigue sin estar definido. Es el pasivo de cada sistema bancario y su composición y administración cambia constantemente. Su cantidad también. El mundo se divide entre quienes lo saben y quienes no. Los primeros continuamente varían la composición de su patrimonio, intentando anticipar y a menudo forzando los movimientos de los políticos. En el caso actual del euro, tras comprobar que Alemania, Francia e Italia están gobernadas por políticos socialistas y comunistas que creen que una moneda débil “crea empleo”, que la forma de acabar con el paro es forzando a los empresarios a pagar sueldos altos y prohibiendo trabajar ocho horas diarias y que, ya consiguieron obligar al Banco Central Europeo a bajar los intereses, con excusas como que ellos habían sido elegidos democráticamente y Duisenberg e Issing no, no parece atraerles mucho la idea de conservar su riqueza aquí. Una vez desencadenada la huida, es difícil pararla. No estamos hablando de los precios de dos bienes cuya cuantía está limitada físicamente, sino de algo que puede crearse en cantidades ilimitadas, si ello es considerado políticamente conveniente. Cualquiera puede contribuir a seguir hundiendo el euro, no sólo canjeando sus francos o marcos por dólares, sino pidiendo crédito en aquellas monedas y cambiándolas por ésta. Pasado el plazo, basta con recomprar euros ahora devaluados para devolverlos y quedarse con la diferencia. La subida de tipos en Europa, prevista para esta semana, tratará de que esto sea algo menos rentable. Pero las recetas que funcionaban con el oro, no es seguro que funcionen con el papel. Ya lo dijo Benjamin M. Anderson hace 75 años: no hay forma de estabilizar el papel moneda. Siempre está a merced de un rumor, una decisión política, unas elecciones o una manía especulativa del mercado. Por ejemplo, el franco suizo se está viendo arrastrado sencillamente por estar en el mismo bloque económico.
En todo caso, ya sabe a quién agradecerle que suban los precios y los intereses en Europa. El socialismo sigue siendo devastador.
En Libre Mercado
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