En noviembre se reunirán en Doha, capital de Qatar, África, los integrantes de la Organización Mundial del Comercio para negociar nuevos acuerdos. La decisión de reunirse en tan remoto y caliente lugar, sin adecuadas facilidades para turistas, parece una táctica para disuadir a los manifestantes que han opacado con sus disturbios reuniones internacionales en Seattle, Québec, Bonn, Génova y otros lugares. Esos manifestantes aparentemente tienen éxito en mantener en jaque a esas organizaciones.
Lo increíble del asunto, desde una perspectiva histórica, no es que existan grupos opositores pues siempre habrán nihilistas en contra del progreso, sino que en pleno Siglo XXI se tome tan en serio y se invierta tanto tiempo y dinero en discutir tratados comerciales entre los países. Es increíble porque ya a estas alturas se deberían haber aprendido varias lecciones fundamentales.
Los impedimentos eufemísticamente llamados “al comercio entre naciones” no son eso. Las naciones no comercian, pues en realidad son las personas con nombre y apellido quienes intercambian su propiedad. Una importación consiste en el intercambio de la propiedad privada de personas que viven en distintos países. Por ello, F. Bastiat decía ya en 1848 que los impedimentos al comercio son una violación al derecho de propiedad. Es a sus propios habitantes a quienes se les estorba o impide ejercer su derecho de propiedad: cuando un país establece o mantiene un estorbo (cuota o arancel) a la importación no es el país exportador el más damnificado, sino los propios ciudadanos locales, a quienes se les impide aprovecharse de mejores precios o mejores productos y servicios del exterior.
Esos impedimentos no solamente encarecen los precios de los bienes sino, aún peor, causan lo que se llama desviación antieconómica de recursos. Es decir, hace que se inviertan recursos humanos, de capital, tierra, tiempo, etc., en actividades menos productivas para el país. Esto es así porque los recursos no son ilimitados y cuando se usan para una cosa necesariamente se dejan de usar para otra. La actividad emprendida debido a alguna barrera artificial necesariamente es menos rentable para el país que la desplazada. La pérdida para la sociedad es la diferencia real de rendimiento entre esas actividades: la que se quería llevar a cabo y la que fue permitida.
Los tratados llamados de libre comercio tampoco son eso. Son en realidad tratados de comercio dirigido; es decir, de comercio interferido y dirigido para satisfacer intereses de grupos de presión. Son para restringir el comercio proveniente de países excluidos por el cordón arancelario que los rodea. Tampoco son un paso al libre comercio porque una vez establecidos surgirán intereses de grupos y gremios de presión que de la misma manera impedirán que se eliminen los obstáculos. Significan la institucionalización por tratado de los impedimentos al libre comercio.
Estas barreras no tienen razón de ser porque empobrecen a quienes las imponen y sustituyen mejores empleos con peores. Lo racional sería eliminar de una vez los impedimentos al comercio para aumentar la competitividad del país en todas sus actividades de producción y de consumo, a la vez que ahorrar el tiempo y el gasto de asistir a esas dañinas reuniones. Lo curioso históricamente es que en éste siglo se siga con tan anacrónicas y empobrecedoras políticas.
© AIPE
Manuel F. Ayau Cordón, Ingeniero y empresario guatemalteco, es fundador de la Universidad Francisco Marroquín y fue presidente de la Sociedad Mont Pelerin.
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