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Alberto Recarte

Gescartera y aledaños

Se termina el caso Gescartera, que durante cinco meses ha encandilado a periodistas y políticos. Hasta ahora, al margen de lo que pueda descubrir el juicio abierto en la Audiencia Nacional, se ha puesto de manifiesto el espantoso funcionamiento de la CNMV, a todos sus niveles –desde los dos ex presidentes hasta la mayoría de los consejeros, sin olvidar la catástrofe de los servicios de inspección, con Vives y con Botella–, la responsabilidad de Enrique Giménez-Reyna, en cuanto promotor, defensor y garante del equipo directivo de Gescartera y la incalificable conducta de personajes como Luis Ramallo, que desde su puesto en el Consejo de la CNMV actuó como protector de la agencia de valores, con quien intercambió regalos y para quien actuó profesionalmente al abandonar su cargo público, en lugar de abstenerse, que es lo que debería haber hecho. No creo que las responsabilidades políticas se extiendan más allá, por más que el PSOE intente hacer responsables a Aznar, Rato, Montoro y a la propia Ana Botella.

Hasta ahora se ha desarrollado el juicio de responsabilidades políticas de Gescartera, pero desconocemos absolutamente todo del modus operandi que ha utilizado el equipo gestor de Gescartera para defraudar 18.000 millones de pesetas de dinero declarado y una cantidad indeterminada de dinero negro. Es de esperar que la instrucción de la juez Palacios tenga más éxito que la prensa y la Comisión de Investigación del Congreso para desvelar las claves de la estafa.

Las empresas familiares de Rato

Lo que también ha surgido, inopinadamente, es el tema de las participaciones accionariales del vicepresidente Rodrigo Rato y las relaciones de las empresas familiares en las que participa con sus financiadores y algunos de sus clientes. Un tema que no tiene nada que ver –excepto que se demuestre lo contrario– con Gescartera. La legislación vigente permite a los miembros del Gobierno, a los diputados y senadores, mantener su patrimonio e incluso gestionarlo, en tanto no se produzca un conflicto de intereses con el ejercicio de la función pública. Obliga también a declarar cuáles son los bienes personales y las actividades económicas que se pretenden llevar a cabo en el momento de la toma de posesión. Rodrigo Rato parece haber cumplido esos requisitos, y además ha declarado que no tiene poderes en ninguna de las sociedades familiares en que participa, aunque su mujer parece ser que es consejera de alguna de esas sociedades.

Es evidente que cualquier actividad económica de las sociedades en las que participan políticos con responsabilidades públicas –y el vicepresidente sería el máximo representante de este tipo de casos– puede despertar todo tipo de recelos, en particular si se trata de la concesión de créditos bancarios. ¿Se habrían concedido determinados créditos bancarios si la sociedad fuese de cualquier otro ciudadano? ¿Se exige por la banca el mismo tipo de garantías a unos y otros? Probablemente no, pues si hay un sector intervenido y monopolizado es el sector financiero y no es lógico que los responsables de esas instituciones financieras quieran molestar a políticos con enormes poderes de decisión en el ámbito económico. Aunque tampoco son los políticos a los únicos a los que los banqueros tratan con deferencia; hay otros grupos que suelen recibir un trato de favor, como, por ejemplo, los periodistas y los medios de comunicación en general.

Creo que la oposición está en su perfecto derecho de intentar aclarar si en la actividad económica de las sociedades que son propiedad de políticos con responsabilidades concretas y efectivas se ha forzado, o conseguido, un trato de favor por parte de financieros, proveedores o clientes, lo que sería absolutamente inadmisible. Estos conflictos de interés no son sólo españoles. En los últimos meses hemos asistido al intento de resolver un conflicto inconmesurablemente mayor que el vivido en España: el de los intereses del Sr. Berlusconi. Parece que se resolverá, con el apoyo de la mayoría del Parlamento italiano, con el nombramiento de una comisión de notables que vigilará que no se produzcan interferencias entre el imperio mediático de Berlusconi y su cargo de primer ministro.

En los Estados Unidos el actual secretario del Tesoro, Paul O’Neill tomó posesión con una enorme cartera de valores cotizados en Bolsa –creo que, básicamente, Alcan o Alcoa–, que consiguió en su anterior actividad profesional. En contra de la opinión mayoritaria de comentaristas y políticos, pretendió mantener sus inversiones asegurando que no habría influencia alguna en su actuación. Al final, tuvo que ceder y vender esas participaciones e imagino que habrá comprado títulos de deuda pública y entregado su posición a un “fondo ciego”, es decir, a un fondo gestionado por un grupo de personas que no actúan por instrucciones del interesado sino siguiendo su propio criterio y que con cierta periodicidad informa al inversor sobre su situación patrimonial. Otro caso más reciente aún es el del Sr. Bloomberg, dueño de la sociedad del mismo nombre y que acaba de ser elegido alcalde de Nueva York. El nuevo alcalde ha manifestado que baraja dos posibilidades, vender su sociedad, la menos probable, o entregar su gestión a un fondo ciego, con la esperanza de que la manejen con perspicacia.

Creo que nuestro vicepresidente debería de haber analizado –aunque no le obligue la ley vigente– alguna de estas alternativas para gestionar sus intereses patrimoniales personales. En su caso, la venta de participaciones en una sociedad familiar es casi imposible, a menos que la sociedad disfrute de una extraordinaria liquidez, que los otros accionistas lleguen a la conclusión de que la mejor forma de emplear esa liquidez sea comprar esas acciones para autocartera y después para amortizarlas, o que los otros accionistas quieran y tengan los fondos suficientes para comprar directamente el paquete accionarial de nuestro político. Ante la dificultad del caso, creo que nada habría impedido que se delegara la representación política de esas participaciones a un fondo ciego, aunque ni el concepto ni las actuaciones de dicho tipo de fondos está suficientemente desarrollado en nuestro ordenamiento jurídico.

La declaración de bienes de Pilar Valiente

Para terminar, quiero hacer mención, también, a otro tema que ha surgido al socaire del caso Gescartera, la declaración de patrimonio de Pilar Valiente, filtrada a la prensa nada más llegar al Congreso y presentada demagógicamente por el diario El Mundo como una incoherencia fiscal por parte de la susodicha –que es, además, inspectora fiscal–, en la medida en que supuestamente minusvaloraba su patrimonio, ilegalmente, para pagar menos por el impuesto sobre el Patrimonio. Pilar Valiente se ha visto obligada a dirigir una carta pública en la que detalla cómo ha llegado a valorar su patrimonio de la forma que lo ha hecho. Sus argumentos son irrebatibles. Lo sorprendente del caso fue la declaración del PSOE, que concluyó tras leer la primera desinformación que había que reabrir el caso Gescartera. Un buen ejemplo, para periodistas, del valor de la prudencia y la reflexión antes de emitir opiniones descalificadoras sobre las actividades y actuaciones de cualquier político.

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