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Alberto Recarte

El precio de las ausencias de Aznar

La orfandad política del PP en esta segunda legislatura empieza a tener un coste económico y de futuro, como lo demuestran el intento de reforma del mercado laboral y la reacción al vertido del Prestige.

Lo que quedaba de reforma del mercado laboral, la del subsidio agrario en Extremadura y Andalucía, ha terminado en una nueva formulación jurídica, mejor que la existente antes del decreto-ley, pero muy alejada de los mínimos de seriedad exigibles a cualquier gobierno. Lo peor, sin embargo, del trasiego de disposiciones legales, es la vuelta de los sindicatos, que recuperan, con una triunfante –ahora y no en su momento– huelga general, el prestigio justamente perdido por sus excesos y fraudes de finales de los ochenta y primeros de los noventa. Ellos fueron los culpables, junto con una política económica disparatada, de que el paro se situase en el entorno del 25% en 1994. El PP les ha dado aire desde que llegó al gobierno, firmando acuerdos, sensatos, de reformas parciales del mercado de trabajo y consolidando la moderación salarial durante unos años clave, a cambio de no hacer otra serie de reformas, en concreto, la de los convenios colectivos y, por lo visto, también la de los salarios de tramitación y el PER.

Es evidente que el gobierno midió mal sus fuerzas cuando aprobó el decreto-ley de antes del verano de 2002. No había detrás suficiente convencimiento político de que esas reformas eran necesarias. Fue un triunfo efímero de la tecnocracia económica del gobierno, en un momento en el que Aznar era sólo político europeo. El precio, la nueva legitimación sindical, es el más alto pagado por la economía española desde 1996. Los sindicatos no merecen volver a ocupar un puesto relevante en la vida política y social española, como demuestran, por si fueran necesarias nuevas pruebas, los continuos descubrimientos de fraudes con el dinero del FORCEM, que sólo en la provincia de Cádiz, y según la guardia civil, ascienden a más de 84 millones de euros, 14.000 millones de pesetas.

Por otra parte, el nuevo plan Galicia, que asciende a 12.000 millones de euros, de los cuales 6.000 millones parecen corresponder a nuevos proyectos, es, si no se demuestra lo contrario, un disparate. ¿Cómo es posible, en sólo dos meses, decidir invertir 6.000 millones más de euros en un nuevo plan, básicamente de infraestructuras, cuando todavía está vigente el actual –cuidadosamente analizado y valorado– que llega hasta 2007 y que supone una inversión global de 21 billones de pesetas?

Esas nuevas inversiones hay que financiarlas, y si no se añaden a las anteriormente previstas, o suponen un déficit público, o se hacen a costa de las inversiones en otras partes de España o es que el gobierno espera una mejora económica enorme que hinche los ingresos públicos. La última reforma del IRPF, que ha costado programar, perfilar, discutir y aprobar casi dos años, ha supuesto dejar de ingresar en las cuentas públicas –en un entorno no dinámico– 3.800 millones de euros. Un esfuerzo serio, coordinado con multitud de disposiciones legales; y no se ha ido más allá porque el ministerio de Hacienda ha considerado que no podía arriesgarse a perder más ingresos. Es verdad que los 6.000 millones de euros de exceso de gasto en Galicia se invertirán en varios años, y que el efecto de la rebaja impositiva del IRPF es anual, repetitivo y acumulativo, pero esa referencia sirve para cuantificar y comparar una decisión sensata, de fondo, con otra precipitada y sin consistencia.

También en el caso de Galicia –como en el del mercado laboral– las medidas responden a la falta de dirección política del gobierno en un momento determinado. El gobierno no es responsable del Prestige ni de las subsiguientes mareas negras. Su único error fue dudar, inicialmente, de la magnitud de la tragedia y tardar un par de semanas en reaccionar políticamente. El resto de la actuación ha sido coherente y demasiado volcada en el presupuesto. Era evidente que el gasto total iba a ser alto, aunque en economía pensaron que apenas se notaría presupuestariamente. Pero nadie podía esperar una sobrerreacción de la magnitud que estamos contemplando. Un segundo ejemplo del efecto que causa la ilusión de ser superpotencia en nuestros presidentes del gobierno, que desatienden lo nacional por un efímero –aunque merecido– reconocimiento internacional.

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