Los invasores de propiedades privadas que justifican sus acciones en el derecho a la tierra no se dan cuenta que tal derecho no existe y que su acción les ubica en la misma categoría moral de forajidos y ladrones comunes.
No hay disculpa para la usurpación de la propiedad ajena, aun cuando los legisladores populistas estén dispuestos a legalizar el robo, expropiando las tierras invadidas para repartirlas a sus invasores, como se hizo tradición en Paraguay.
El gobierno no protege los derechos de propiedad. En lugar de desalojar a los invasores solicita su expropiación al Congreso. Un diputado pidió a sus colegas la expropiación de una propiedad que él mismo invadió. La usurpación se ha vuelto una industria. La inseguridad jurídica reinante es la causa de la salvaje deforestación actual. Los bosques son una maldición. Se los convierte a cultivos para evitar la invasión de los ‘‘sin tierra’’, en busca de maderas para la venta.
El derecho es un principio moral, no una licencia para apropiarse de lo ajeno. Los estatistas pervirtieron la tradición occidental del derecho a la libertad, según el cual una persona es libre si no está sujeta a la voluntad de otra persona o del gobierno. En lugar de esta libertad, aquellos crearon una fuente inagotable de ‘‘derechos positivos’’ como el derecho a un ambiente saludable, a constituir familia, a una vivienda, a la tierra propia y a un trabajo digno.
Los derechos positivos no son derechos verdaderos sino meras promesas de buenas intenciones que hacen los gobernantes. Pero ningún gobierno, ni el más rico, puede garantizar a sus ciudadanos una vivienda, un empleo o unas vacaciones dignas. Estos y otros bienes del extenso catálogo de seudoderechos no se encuentran en la calle, sino que exigen un esfuerzo. Alguien debe producirlos. Y cuando los gobiernos tratan de efectivizar estos derechos, infaliblemente violan los verdaderos derechos de los ciudadanos.
Eso es lo que ocurre con las expropiaciones de tierras en la reforma agraria. El gobierno les arrebata por la fuerza sus tierras a los propietarios, a quienes legítimamente les pertenecen, para darle a los ‘‘sin tierra’’, a quiénes no les pertenecen. Podrá ser legal en los papeles, pero en la realidad es absolutamente inmoral. Utilizar la ley para confiscar la propiedad de unos y repartirla a otros es la antítesis del derecho.
Los políticos prometen cambiar la injusta distribución de la tierra. Pero aún si fuese cierto, y no lo es, no es posible distribuir tierras a todos los que las deseen, porque los últimos terrenos fiscales fueron donados por los gobernantes a sus partidarios hace décadas. Lo único que puede hacer el gobierno ahora es expropiar -despojar- sus tierras a los propietarios para repartirles a los ‘‘sin tierra’’. En medio siglo, esta política de reforma agraria no cambió la distribución de la tierra ni disminuyó la pobreza en el campo.
Los que censuran la mala distribución de la tierra no parecen entender que la tierra es un bien escaso, que no cae del cielo, y que ya no se reparten tierras como en las épocas de la colonia y la Ley del Homestead. Hoy la tierra debe ser adquirida con el esfuerzo productivo, como cualquier otro bien. A los sociólogos y demagogos no les interesa reconocer que apropiarse de la tierra ajena para repartirla con ‘‘mayor justicia’’ es un grueso contrasentido. La justicia, en la concepción clásica, no es sino dar a cada uno lo suyo.
Los únicos derechos reales de las personas son el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. Estos derechos no requieren que el gobierno complazca a las personas, sino que se abstenga de violar sus libertades. Estos derechos fundamentales del hombre no garantizan una vivienda digna ni aseguran un empleo estable, sino la libertad de acción, el no estar bajo la dominación de otra persona, de un grupo de personas, o de un gobierno.
El derecho a la propiedad, sin el cual la libertad no es posible, es tan esencial para la vida humana que comienza con la propiedad de uno mismo. El ser dueño de la propia vida, de decidir libremente a quién votar, qué opinión tener, en qué trabajar y a quién vender, es mucho más importante que los derechos positivos que prometen los liberales estatistas. Por cierto, no hay un solo país que haya salido de la pobreza y el atraso mediante la redistribución arbitraria de la riqueza. En cambio, los pueblos que han protegido rigurosamente los derechos de propiedad son todos prósperos y libres.
Porfirio Cristaldo Ayala es corresponsal de la agencia © AIPE en Asunción (Paraguay).
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