Al margen de los problemas medioambientales que, afortunadamente, no son tan graves como nos dicen, del calentamiento de la atmósfera, que tampoco está claro que tenga que ver principalmente con la emisión de CO2, el objetivo de los acuerdos de Kyoto, lo que allí se acordó, es una aberración. Lo es porque castiga a los países que más crecen, porque son más productivos, o porque trabajan más personas; en muchos casos, probablemente, inmigrantes, que buscan mejorar su nivel de vida y el de sus familias, huyendo de países que no logran crecer y que, por supuesto, no tienen problemas con el cumplimiento de los límites de emisión de CO2.
En el mundo, dos de los países más incumplidores son Estados Unidos y España. Aquí, porque en lugar de trabajar 12 millones de personas, como en 1992, trabajan casi 17 millones, muchas de ellas inmigrantes, lo cual significa mucha mayor necesidad y producción de energía, precisamente lo que trata de evitar Kyoto.
El camino lógico no debería ser el de poner límites absolutos a cada país, como hace Kyoto, sino que sean penalizadas –si hay seguridad científica de la relación entre emisión de CO2 y calentamiento atmosférico–, las industrias ineficientes, las que emplean peor materia prima, las que no hayan invertido para mejorar el tratamiento industrial, las administraciones públicas que decidan precios de venta, al público o a otras industrias, por debajo de los costes de producción, porque de esta manera nadie ahorra energía. Por supuesto que es un proceso más complicado que el demagógico de premiar a los países como Rusia, que todavía no ha recuperado el nivel de vida de 1991 o a Alemania y Japón, que llevan diez años sin crecer, pero, a la larga, más sensato y ecológico.