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Manuel Ayau

Permisos, licencias, autorizaciones...

Nuestro progreso sería rápido si viviésemos en un país donde las cosas se hacen por derecho y no por permiso. El enjambre mercantilista de leyes y reglamentos impide el progreso y la buena gobernabilidad.

Un hombre iba a su casa en su camioneta con madera que aserró en su finca y, ocho kilómetros antes de llegar a su pueblo, fue parado y obligado a pasar la noche en su vehículo porque ya eran las seis y cuarto de la tarde y le dijeron que estaba prohibido transportar madera después de las seis. Para llevarla necesita permiso, original y dos copias, en formulario numerado y aprobado por las autoridades. Si tiene una motosierra tiene que tener licencia. Si transporta ganado es peor. Si pasa en lancha con madera y sin permiso le decomisan la madera, la lancha y el motor. Otro sufrido ciudadano tiene una cantera de la cual saca piedras y arena. Con frecuencia pasan los inspectores, quienes examinan la licencia para constatar que esté vigente y preguntan sobre distintos aspectos del negocio, inclusive quiénes son sus clientes. Cortar hojas de palma para hacer un rancho requiere licencia y permiso. Si la lámina de su casa se oxidó, necesita permiso para cambiarla. ¡Etcétera!

Para hacer cualquier cosa, nos enfrentamos hoy con una cantidad de leyes y reglamentos que requieren burócratas con poder discrecional. Se llenan formularios con copias que después desbordan los archivos o se guardan en paquetes amarrados y quedan tirados por ahí. La escandalosa y onerosa burocracia ambientalista desalienta de por sí cualquier proyecto, atrasa y eleva costos a cambio de pocos o ningún logro práctico.

Con razón se dice que lo perfecto es enemigo de lo bueno; nuestros gobiernos lo demuestran con su excesiva cantidad de leyes y regulaciones para supuestamente cuidar y perfeccionar la democracia y la economía. Pero el resultado es la asfixia, el florecimiento de la economía informal y una creciente corrupción.

Estamos progresando, a pesar de todo, debido a la actividad informal al margen de la ley porque dentro de la ley todo es insufrible. En Centroamérica también ayudan las remesas familiares de pobres que emigraron en busca de las oportunidades que nuestro sistema les niega. Esa ayuda privada es más efectiva porque llega al pueblo y supera a la ayuda económica de países que distribuyen dádivas con la condición de que burocraticemos más al país. Nótese que muchos de nuestros emigrantes prosperan al grado que mandan ayuda a sus familiares, sin haber logrado obtener la educación de la que tanto se habla en los discursos como requisito para progresar.

Nuestro progreso sería rápido si viviésemos en un país donde las cosas se hacen por derecho y no por permiso. El enjambre mercantilista de leyes y reglamentos impide el progreso y la buena gobernabilidad. La culpa la tienen los ciudadanos que exigen al Congreso, como si fuese su padre, emitir más y más disposiciones para eludir la responsabilidad de resolver sus propios problemas. Ese es el resultado de la educación estatal impartida en las últimas décadas en casi todo el mundo y que creó una cultura que considera al gobierno como motor del progreso y director de la economía. No se enseña que el libre actuar de las personas tiene su propio ordenamiento que regula y tiende a la eficiencia y al enriquecimiento de los pueblos, mientras que la función del gobierno debe ser velar por la seguridad, la vida y el patrimonio de los ciudadanos, dejándoles la responsabilidad e iniciativa de resolver sus propios problemas.

El mercado, la economía de personas libres actuando entre sí, no es perfecta, pero es lo que logra un pueblo responsable, trabajador y próspero. Por el contrario, un régimen mercantilista, de simple legalidad, de permisos y licencias para todo, como el que tenemos a lo ancho y largo de América Latina, es empobrecedor.

En Libre Mercado

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