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Manuel Ayau

Baja competitividad europea

Nadie está en contra de proveer sustento al menesteroso, siempre que no se fomente la indigencia. Pero incluso los países más ricos se ven obligados a considerar la dificultad de sufragar gastos sociales frente al actual cambio demográfico.

El gobierno alemán quisiera bajar el impuesto a los beneficios de las empresas para mejorar la competitividad. Por la misma razón, el gobierno francés intentó sin éxito flexibilizar su legislación laboral. Suecia comienza a disminuir su estado benefactor porque, según los economistas Bergnstrom y Gidehag, el 40% de sus hogares ya se clasificarían en el sector de bajos ingresos en Estados Unidos. Según la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico, los estados benefactores europeos se están rezagando y cada día pierden competitividad.

¿Por qué importa la competitividad tanto que los gobernantes europeos aceptan el coste político de molestar a la izquierda y a los sindicatos y favorecer a las empresas? La respuesta es que saben que el coste político del estado benefactor, con su alto desempleo y pérdida de industrias importantes que se van a otra parte, es aún mayor.

No faltan los que pretenden impedir por ley que se vayan empresas y se reduzcan las "conquistas" sociales de seguridad en el empleo (para los trabajadores que ya tienen empleo), que no permiten a las empresas reorganizarse ni operar competitivamente. También hay presión política para no reducir los impuestos a los beneficios de las empresas porque éstas supuestamente gozan de bolsillos profundos. Pero la realidad es implacable. Si las empresas exportadoras han perdido competitividad económica, pierden mercado, ya que obviamente no se puede promulgar una ley obligando a sus clientes extranjeros a seguir comprándoles; simplemente comprarán a otro. Y cuando las empresas pierden clientes, cierran, aumenta el desempleo y bajan los ingresos fiscales. Todo eso significa un mayor coste político que corregir los actuales impedimentos a la productividad.

Países desarrollados como Suecia, que a través del tiempo instrumentaron más y más gastos sociales, los están reduciendo y racionalizando porque ya no son económicamente sostenibles. Los pueblos se dan cuenta de que no hay nada gratis y que para cubrir los beneficios de determinadas personas, los gobiernos tienen que quitarle a otros. No es fácil. Por ejemplo, en Estados Unidos, el presidente Bush ha tratado de explicar, sin éxito, que el sistema de seguridad social está en bancarrota y que deberán ajustarlo a la realidad.

Nadie está en contra de proveer sustento al menesteroso, siempre que no se fomente la indigencia. Pero incluso los países más ricos se ven obligados a considerar la dificultad de sufragar gastos sociales frente al actual cambio demográfico. Como el tamaño de las familias se ha reducido, disminuye la proporción de trabajadores jóvenes que se resisten a pagar el gasto de los ancianos retirados, cuyo número va en aumento por la mayor longevidad.

Los países pobres no han pasado por las experiencias de los países ricos porque como se les indujo a copiar esa legislación social antes de ser ricos, se quedaron pobres. No repararon en que los países ricos hicieron primero una infraestructura productiva competitiva y fue después cuando adoptaron la legislación social que ahora tienen que moderar porque ya no la pueden sufragar si quieren seguir disfrutando del alto nivel de vida que han logrado. La realidad se impone aún en los países ricos.

El error de los países pobres es copiar las políticas sociales de los ricos antes de poder pagarlas. Por ejemplo, mantener el necio, ideológico y absurdo impuesto a la productividad, es decir, el impuesto al rendimiento de las inversiones e impedir una logística eficiente junto a la arcaica costumbre de mantener las aduanas, impidiendo así que nuestro pueblo compre lo más barato y lo que más le convenga.

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