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Rubén Osuna

La burbuja inmobiliaria

Es obvio que esto no podía durar. Ahora se discute sólo sobre la violencia del frenazo. Unos aseguran que todo será suave, pero otros pensamos que, con indicadores tan dislocados, hacer aterrizar este avión sin víctimas será un milagro.

Estos días, con un retraso de meses, con el pánico bursátil "se hace oficial" que la burbuja inmobiliaria se acabó. Aquellos con acceso a información económica, y alguna capacidad para interpretarlo, lo sabían desde hace mucho. Los que tienen información privilegiada, aún antes. Ahora se "certifica", entre llamadas a la calma, lo que se veía venir. Los precios han empezado a descender, y hay ya exceso de oferta. El público se entera cuando el cadáver empieza a oler. Groucho Marx, que se arruinó en el crack de 1929, decía que la experiencia le enseñó que cuando hasta el ascensorista daba "soplos" había que salir corriendo de la Bolsa. Esa fase la vivimos hace ya meses.

La situación puede tener muy serias repercusiones para el crecimiento económico de España. La construcción aporta más al Producto Interior Bruto que la industria. El ritmo de construcción de viviendas es frenético incluso en estos momentos. La oferta de viviendas tarda en adaptarse a la demanda, y ésta se disparó hace casi diez años por diversos factores. El notable y rápido enriquecimiento de nuestro país, el acceso de las nutridas cohortes de los nacidos en los años 70 a la propiedad de su primera vivienda, la masiva llegada de inmigrantes y la caída de los tipos de interés, explican el súbito aumento de la demanda. La oferta de viviendas se adaptó con retraso, con el factor añadido de un racionamiento político de la oferta de suelo que ha disparado la corrupción, extendiéndola y aumentando su descaro. Los precios empezaron a dispararse, lo que alimentó la rentabilidad esperada de la inversión en "ladrillo", alimentando aún más la demanda. El sector de la construcción, casi siempre por detrás, se ha sobreexcitado. España, y su mercado inmobiliario en particular, se ha convertido en el mayor lavadero de dinero negro de Europa. Esto explica en parte que se pudiera sostener tanto tiempo el mayor déficit de la balanza por cuenta corriente de los países desarrollados.

El acelerón del sector de la construcción arrastró al resto de sectores, alimentando un crecimiento prolongado, a contracorriente de nuestro entorno. Cuesta acelerar la maquinaria, pero cuesta también pararla. Una vez iniciado el proceso de construcción de una promoción de viviendas, resulta más caro parar que acabar y vender como sea. Por tanto, a pesar de que ya existen viviendas nuevas acabadas y sin vender, este año y el próximo saldrán aún más al mercado. El problema no es tanto que el precio de las viviendas se hunda, sino las consecuencias que eso tendrá para el conjunto de la economía.

Es cierto que muchos españoles habitan una vivienda de la que son propietarios, y que harán todo lo posible por saldar sus deudas, aún a costa de grandes sacrificios (otra vez el consumo). Pero no es menos cierto que parte de la demanda ha sido puramente especulativa, o bien ha venido explicada por decisiones de ahorro a largo plazo.

Pero, por otro lado, parte del crecimiento español ha venido sostenido por la demanda de bienes de consumo, estimulada por el llamado "efecto riqueza". Los españoles propietarios de sus casas piensan que éstas han aumentando de valor en los últimos años, lo que induce una sensación subjetiva de enriquecimiento que estimula un mayor gasto en consumo. Este efecto riqueza se puede invertir si el precio de las viviendas cae, o si se extiende la sensación de que no son valores fácilmente vendibles.

Además, una parte importante de la población inmigrante ha encontrado empleo en el motor de nuestra economía: la construcción. Cuando este sector frene, las primeras víctimas del crecimiento del desempleo serán ellos. Muchos, como los españoles de nacimiento, han invertido sus ahorros en vivienda. El crecimiento de los tipos de interés (más aún en lo que queda de año) y el desempleo pueden empujar a muchos inmigrantes a volver a sus países de origen o, con suerte, a trasladarse a otros países de la Unión Europea. Esta salida de población supondría otro impacto negativo más en el mercado inmobiliario, y en el consumo. El sector de la construcción arrastrará a otros sectores, directa e indirectamente, y las consecuencias sobre el empleo y la demanda interna se multiplicarán.

A todo lo anterior habrá que añadir las dificultades de las entidades financieras para cobrar sus créditos, garantizados por el valor de unas propiedades que se desploma. La demanda externa tampoco nos va a salvar, y menos considerando el lento pero sostenido deterioro de nuestra competitividad.

Cualquiera que mirara con atención los indicadores macroeconómicos de los últimos años no podía menos que alarmarse. Una revisión de los tipos de interés o del tipo de cambio habrían bastado, en otras circunstancias, para forzar un ajuste. Pero esos instrumentos ya no están en nuestras manos. Por eso se ha retrasado tanto la aplicación de una terapia correctiva, que viene ahora de la mano del Banco Central Europeo (y no motivada por nuestra situación). Pero aún sin ella, es obvio que esto no podía durar. Ahora se discute sólo sobre la violencia del frenazo. Unos aseguran que todo será suave, pero otros pensamos que, con indicadores tan dislocados, hacer aterrizar este avión sin víctimas será un milagro. Es seguro que el año 2007 no será tan bueno (en la superficie) como el 2006, y que el 2008 será peor, pero es difícil predecir hasta qué punto. Pronto lo sabremos.

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