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Mark W. Hendrickson

¿El Congreso al rescate de nuestra factura eléctrica?

Ninguna persona racional podría creerse que imponer el uso de fuentes de energía más caras y elevar los impuestos a las más baratas va a reducir nuestra factura eléctrica.

Los norteamericanos esperan y rezan por un alivio a los crecientes precios de la gasolina, el petróleo y la electricidad. Nos incomoda importar una parte tan grande de nuestro suministro energético de regiones inestables del mundo. Muchos de nuestros compatriotas, sin comprender el impacto minúsculo que tiene el dióxido de carbono sobre el calentamiento global, quieren que nuestras fuentes de energía no emitan dióxido de carbono. El Congreso, actuando según esa idea tan defendida como equivocada de que todos los problemas –reales o imaginarios– se pueden solucionar mediante más leyes, está tramitando ahora mismo una nueva ley energética.

En mi pueblo, eso significa que es hora de empezar a preocuparse. Piense en ello: ¿qué ha hecho el Congreso en el pasado que pueda inspirarnos confianza en la bondad de sus políticas energéticas? Fue el Congreso el que reguló tanto el mercado energético nacional en los años 70 que sufrimos largas colas innecesarias y elevados precios en las gasolineras hasta que Ronald Reagan convenció al Congreso de liberalizarlo en 1981. El Congreso ha incrementado repetidamente nuestra dependencia de las importaciones extranjeras al impedir el desarrollo de la energía nuclear y bloquear a perpetuidad la explotación de las reservas de petróleo y gas nacionales en la región de las Rocosas, Alaska y la plataforma continental.

"Bueno – se me podrá contestar –, pero ahora tenemos en el Congreso a gente distinta de la que teníamos hace 30 años". Cierto, pero es la generación actual de legisladores la que nos ha proporcionado el más reciente fiasco energético –el despilfarro del etanol de maíz– que no sólo no sirve para incrementar nuestra independencia energética, sino que lo hace al precio de agravar un montón de problemas más.

Examinemos por sus propios méritos las políticas energéticas que se proponen. Una de las principales propuestas consiste en fijar un máximo de consumo de gasolina de 35 millas por galón para coches y camionetas. El problema de este cálculo es que, en lugar del análisis dinámico, emplea una estadística. En el mundo real, la gente altera su comportamiento en respuesta a los cambios en los precios. Si los coches consumen menos, se reduce el precio de cada milla que conducimos. Como resultado, las millas totales recorridas aumentan, lo que impide cualquier reducción neta de la gasolina consumida. En el extremo negativo de la balanza, las camionetas construidas para mejorar el consumo de gasolina por distancia recorrida no proporcionan tanta seguridad como los vehículos más pesados. El resultado ha sido un incremento en el número de víctimas y en la gravedad de las heridas sufridas por accidente de tráfico. Deberíamos poner en duda la utilidad de una política que podría no reducir el consumo de combustible, pero que ciertamente va a incrementar el sufrimiento y la pérdida de vidas humanas.

Otra de las propuestas más importantes del proyecto de ley es la imposición a la industria eléctrica norteamericana de que obtenga el 15% de su abastecimiento eléctrico de fuentes renovables (es decir, viento, agua y energía solar). Hace unos cuantos días escuché un anuncio radiofónico en apoyo a esta propuesta con la excusa de que semejante cambio en las fuentes de energía ahorraría dinero a los consumidores. Mire, si usted cree en el fantasma del dióxido de carbono, entiendo que pueda preferir que la electricidad se genere a partir de fuentes renovables en lugar de usar combustibles fósiles, pero no se engañe pensando que imponerlas por ley le ahorrará dinero. Si tiene algún efecto sobre la factura eléctrica total, será el de elevarlo.

Periódicamente, las eléctricas ajustan su combinación de carbón, petróleo, gas, energía nuclear, energía hidráulica, etc., cambiando de fuentes de energía de precios elevados a otras de precios más bajos cuando les es posible, con el fin de mantener reducidos los precios. Si las fuentes de energía renovables son en algún momento menos caras que las demás, la industria las utilizará sin necesidad de que el Congreso se lo ordene. Si para que se usen esas fuentes de energía hace falta una ley que obligue a ello es que no son más baratas, de modo que el resultado es que la factura será más elevada.

Existe un problema añadido en la propuesta de energías renovables. Algunos miembros del Congreso quieren imponer impuestos adicionales a las empresas petroleras norteamericanas y utilizar ese dinero para subvencionar el desarrollo de fuentes de energía competidoras. Éticamente, esto no es más justo que ponerle un impuesto a los aficionados al fútbol para subvencionar la afición al baloncesto. Políticamente, a los miembros del Congreso les encantaría generar otro grupo de adictos al subsidio, como los agricultores del maíz con los productores de etanol, porque esto garantizaría un flujo constante de fondos a sus campañas de elección al Congreso. Económicamente, incrementar el peso fiscal sobre las petroleras sería estúpido. Parte de esos nuevos impuestos repercutirán en los consumidores (¡esos somos nosotros!) en forma de precios más elevados de los productos que usen combustibles fósiles. El resto deteriorará la eficacia del capital y el trabajo en la industria petrolera. ¿Por qué queremos penalizar a una industria que ha sido y seguirá siendo tan valiosa y vital para nuestro bienestar económico? Esto es estupidez ideológica, no cordura económica.

Ninguna persona racional podría creerse que imponer el uso de fuentes de energía más caras y elevar los impuestos a las más baratas va a reducir nuestra factura eléctrica. Esperemos que la luz de la razón se haga antes de que el Congreso se cargue una vez más nuestro mercado energético.

En Libre Mercado

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