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Luis Hernández Arroyo

Contracción y deflación global

La deflación, al igual que la inflación –pero en sentido contrario– produce cambios en los precios relativos de bienes y activos que propenden a originar movimientos acumulativos: aumenta el valor real de las deudas fijadas en términos nominales.

La recesión más grave en décadas ya se manifiesta en los datos del tercer trimestre de los principales países, que han registrado una contracción media del PIB de un 0,5% anualizado. Entre ellos destaca el área euro, con un -0,8%, Alemania, con un -2,1%, Italia, con un -2%, y Estados Unidos, con un -0,3%.

Pero las previsiones son aun más preocupantes: el consumo en Estados Unidos se espera que se contraiga un 4% este trimestre, y que siga la misma tendencia en otros países; los indicadores de confianza de familias y empresas están literalmente en su suelo histórico; y el paro está aumentando, aunque en ese campo la palma mundial se la lleva España. Hay una realimentación negativa de estos datos hacia el corazón de la crisis financiera, que se ha frenado algo con los programas de intervención-recapitalización de bancos; sin embargo, los datos más significativos de confianza, como son los spreads entre los tipos de interés interbancarios (Libor) y los tipos oficiales, que se han reducido desde sus máximos históricos alcanzados en plena vorágine, no han recobrado los niveles de septiembre (¡que ya eran considerados entonces altos!). Así, la diferencia entre el Libor y el tipo de intervención de la Reserva Federal era de 78 puntos básicos en septiembre, 364 en plena crisis, y ahora registra un inquietante 172 puntos básicos. En resumen, estamos rodando pendiente abajo, tomando velocidad, mientras cada foco de debilidad transmite a los demás un nuevo impacto contractivo.

Los bancos centrales europeos se han decidido, por fin, a reconocer la gravedad de la situación. Pero sin mucho empeño en sus descensos de tipos. Es curioso el giro total que ha dado en sus apreciaciones el Banco de Inglaterra, que hace un mes bajaba tipos por concertación con el Banco Central Europeo y la Reserva Federal –pero a desgana, pues no "veía la necesidad"–, mientras que en su reciente informe de inflación carga con toda la artillería contra el riesgo contractivo, sin eludir en sus gráficos oficiales la probabilidad de deflación. ¡Qué manera de perder la compostura!

Bueno, ¿y qué tiene de malo la deflación? Cualquier economista que haya leído algo medianamente fiable sobre la crisis de 1929 no preguntaría eso; pero aquí somos especialistas en no informarnos de los antecedentes, sino en partir de cero, como Adán; como decía Ortega, y también Borges cuando pasó por aquí, somos especialmente inclinados al adanismo (especialmente el adanismo institucional, muy floreciente en tiempos recientes, por eso del dinero fácil).

La deflación, al igual que la inflación –pero en sentido contrario– produce cambios en los precios relativos de bienes y activos que propenden a originar movimientos acumulativos. Concretamente, la deflación aumenta el valor real de las deudas fijadas en términos nominales, como son las hipotecarias, mientras que los activos cotizados en mercado caen, de tal forma que los impagos aumentan en progresión geométrica y se transmiten con toda facilidad por la cadena de intermediación financiera del primer deudor al último acreedor. A su vez, esto se transmite al mercado de bienes y servicios que poco a poco entra en la cadena bajista de precios. Una vez iniciado este descenso, la gente propende a retrasar sus decisiones de gasto, pues las expectativas son de que continúe la bajada constante de precios. La deflación, que es un infierno –pues alimenta la contracción de la economía real– viene causada, como dice Friedman, por los bancos centrales, al medir los riesgos asimétricamente. La mayoría de ellos lo han estado haciendo durante el último año y les seremos deudores de lo difícil que va a ser enderezar esto.

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