El Estado norteamericano de Texas tiene una extensión de 696.200 km2 y una población de 24,3 millones de personas. Si fuera un país, sería la séptima economía del mundo. En 2006, Texas tenía un PIB de 1,09 billones de dólares y en 2005 su renta per capita alcanzaba los 42.975 dólares.
España tiene 504.645 km2, 46.157.822 habitantes (en 2008), un PIB (en 2007) de 1,05 billones de dólares (unos 1,44 billones de dólares) y una renta per cápita de 22.706 euros (unos 31.100 dólares). Pero la comparación, aunque significativa, es errónea. Texas es uno más de los Estados Unidos, mientras que España, aunque de forma precaria, es todavía una nación. Comparémosla por tanto con Madrid.
En 2008 Madrid tenía 6.271.638 habitantes en una superficie de 8.021,80 km². En 2007 el PIB era de 185.808 millones de euros y la renta per cápita de 29.626 euros.
Texas, como todos los Estados norteamericanos, tiene un gobernador y un poder legislativo. Este último está compuesto de un Congreso y un Senado. Se reúnen cuatro meses cada dos años, y sus 181 miembros lo hacen de forma altruista, no pudiendo cobrar nada por sus servicios a la comunidad.
En Madrid, en cambio, disfrutamos de una Asamblea de 121 miembros, políticos profesionales todos, que cobran mensualmente un salario muy respetable y en torno a los cuales se mueve un ejército de funcionarios al servicio de sus Señorías locales. ¿De qué nos sirve? Todavía está por ver.
El GEES ha analizado en estas mismas páginas dos de las líneas estratégicas sobre las que el centro derecha español debería reflexionar con seriedad para ofrecer una alternativa política creíble a los ciudadanos españoles. Son la mediática (a la que se puede sumar la educativa-cultural) y la judicial-institucional. Se podría añadir una tercera, como es el gasto público, más sangrante aún en una situación de colapso económico como la que estamos viviendo.
Hay todo un anecdotario que puede parecer hiriente recordar, pero que resulta mucho más hiriente para quienes se están quedando sin empleo por centenares de miles. Ahí están los coches oficiales, los chóferes, los espectáculos (¿qué hace la Comunidad de Madrid gastándose más de cien millones de euros en la mamarrachada del Teatro del Canal?), los museos de arte contemporáneo o las cadenas de televisión autonómicas, por citar sólo algunos puntos de la sangría.
La anécdota se ha convertido en parodia esta misma semana, cuando para responder a la acusación de haber aceptado dádivas por valor de 30.000 euros, Francisco Camps, presidente de la Comunidad de Valencia, ha salido a defender su honorabilidad con una puesta en escena de una aparatosidad digna no ya del gobernador de Texas, sino del presidente de Estados Unidos. Las Comunidades Autónomas, que debían haber servido para descentralizar el Estado, han servido para recrearlo aumentado. Nuestros caciques locales se dan ahora el gran espectáculo, pensando sin duda que alguien fuera de ellos mismos se lo toma en serio.
No ha habido hasta ahora, por parte del centro derecha español, restricción alguna del gasto. En la Comunidad de Madrid sí que se han rebajado o suprimido en parte algunos ingresos. Pero los gastos han seguido aumentando, como en todas las Comunidades, sean de izquierdas, de derechas o nacionalistas.
El problema se está agravado en las últimas semanas por la campaña emprendida por el PSOE y sus medios de cámara contra el PP. Los populares, que han contraatacado, se presentan también como víctimas. Y cada vez seremos más los que nos preguntemos: ¿víctimas de qué? No será de lo que nos cuestan a los contribuyentes y a los que pierden su empleo para sufragar este Estado de las Autonomías.